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Fábulas De Esopo Con Moraleja Y Valor Alentado

CUPIDO

CUPIDO - Ricardo Mariño.
Ni bien se recibió en la Escuela de Ángeles, Cupido 1238 fue destinado a formar parejas de enamorados en el barrio de Almagro. Para provocar el enamoramiento, Cupido 1238 tenía que aprovechar el momento en que un hombre y una mujer se encontraran cercar y acertarle un flechazo en sus corazones.
Había un problema: la puntería de Cupido era pésima. En su primera semana como encargado del amor en Almagro, Cupido 1238 había disparado tan mal que los vecinos estaban asombrados: un señor pelados se había enamorado de una frágil estatua; y una chica andaba de novia con un teléfono público; un doberman se quería casar con una enfermera; un policía le mandaba carta de amor a una ráfaga de aire fresco.

Cuando la gente empezó a protestar, Cupido 1238 se puso muy mal. También fueron a presentarles sus parejas el Cupido encargado del amor entre perros y el responsable del amor entre objetos. ¿Por qué se metía donde no le correspondía?, le decían los otros Cupidos.
Entonces, Cupido 1238 se quedó sentadito en una hamaca de la plaza y dejó de arrojar flechas.

Así fue como nadie volvió a enamorase y todo el mundo vivía triste. Los poetas dejaron de escribir poesías de amor y a las chicas lindas nadie las miraba. Hasta que un día Cupido 1238 fue citado de urgencia por el Capo Máximo de los Cupidos de las Nubes. El Capo le aconsejó que consultara al oculista y practicara tiro.

El oculista de las nubes dijo que Cupido 1238 no veía bien y le hizo una receta. ¡Así se convirtió Cupido 1238 en el único angelito con anteojos! Desde entonces, no erró nunca más un flechazo, salvo cuando quería hacer travesuras: un flaquito chiquito enamorado de una gorda inmensa; una mujer de novia con un hombre igualito a ella, y cosas así.

Ricardo Mariño.

AL PIE DE LA LETRA - Tradición de Ricardo Palma

AL PIE DE LA LETRA
El capitán Paiva era un indio cusqueño, que se distinguía por su gigantesca estatura, musculo cuerpo y por su gran valentía en el campo de batalla. Gracias a su audacia y heroísmo había llegado a obtener el grado de capitán, pero de ese grado no ascendía al pie de la letra. El capitán Paiva era muy amigo del general Salaverry quien también desempeñaba el cargo de presidente del Perú.

Salaverry le tenía mucha estima al capitán Paiva y éste era su hombre de confianza. El general lo conocía desde la época en que él ingresó como cadete a la escuela de oficiales, para eso Paiva ya tenía el grado de capitán. Posteriormente, Salaverry, gracias de a su inteligencia, alcanzó el grado de general y Paiva siempre seguía en el mismo grado.

Una vez el general Salaverry quería meter a prisión a don fulano. Mandó llamar al capitán Paiva y le ordenó vaya a la casa del fulano, y pregunte por él y si no lo encontraba “allane su casa”. Él hizo como le ordenaron, preguntó por el referido sujeto; pero no le dieron razón de él, y ordenó a sus soldados que lo busquen por toda la casa. Al poco rato uno de sus soldados dirigiéndose al capitán Paiva le dijo:
- Señor, hemos buscado por todos los sitios y no se encuentra dicho individuo. Entonces el capitán recordó las palabras del general Salaverry y mandó a sus soldados que tumbasen todas las paredes de la casa. Luego se dirigió ante la presencia de Salaverry y le dijo:
- Orden cumplida mi general, no encontré al sujeto que usted me ordenó, pero su casa la dejé tan planita y llanita como la palma de mi mano, no queda ninguna pared en pie.

El general se volteó, se sonrió y dijo entre dientes: ¡Pedazo de bruto!
Salaverry tenía gran predilección por las letras y lo que él había querido decir era que lo busque por toda la casa; pero vaya con metáforas al capitán Paiva.

El general Salaverry tenía como barbero a Cuculí; este era un borracho, mujeriego, matón, guitarrista, sinvergüenza y, gracias a que conocía al general Salaverry desde pequeño, cometía abusos contra las personas. Iba a las cantinas, se tomaba las cervezas que quería, comía en abundancia con sus amigos y no pagaba la cuenta; agarraba a las mujeres que deseaba aunque estén con sus esposos o novios si éstos reclamaban, como era natural, recibían una paliza por parte de Cuculí. Se lo llevaban preso e inmediatamente llamaba al general Salaverry y mentía diciéndoles que le habían metido preso injustamente. El general le creía y ordenaba que lo soltaran.
Pero el general Salaverry enterado de las andanzas de Cuculí le dijo: - Mira, Cuculí, tú ya estás comportándote muy mal, un día me caliento y te mando fusilar.

Cierto día Cuculí había cometido una serie de fechorías y por tal motivo, fue llevado detenido a una comisaria. Enterado de esto, el general Salaverry llamó al capitán Paiva y el dijo: Vaya a la comisaría, saca a Cuculí y “lo fusila entre dos luces”. El capitán Paiva lo sacó de la cárcel y recordó las palabras del general Salaverry, buscó dos faroles y ordenó a su batallón de soldado:

- ¡Preparen!... ¡Apunten!... ¡Fuego! Las balas de los fusiles Máuser salieron raudas e impactaron en diferentes partes del cuerpo de Cuculí que rodó por el suelo.
Inmediatamente el capitán Paiva se dirigió donde Salaverry y le dijo:
- Orden cumplida mi general, hice como usted me ordenó, fusilé a Cuculí entre dos faroles.
Salaverry se volteó, soltó una lágrima y murmuró: ¡Pedazo de bruto! Sólo quería asustar a Cuculí, fusilarlo entre dos luces significa que lo mate al amanecer.
Desde ese día Salaverry decidió no darle ninguna orden de importancia a Paiva.

Cierto día, cuando los peruanos y bolivianos estaban peleando en Chacllapampa, ambos ejércitos estaba lejos y bien preparados con costales de arena, madera y muros de cemento, las balas de ambos bando apenas llegaban sin causar ningún herido. El capitán Paiva que estaba en el bando de los peruanos junto al general Salaverry le dijo:

- Mi general, las balas de los bolivianos apenas llegan a nuestras balas igual, estamos gastando municiones inútilmente, déjeme ir con diez lanceros y le ofrezco traer un oficial boliviano a la grupa de mi caballo.
El general Salaverry le contestó que no era preciso. Pero tanto insistió Paiva, que sus majaderías fastidiaron al general, quien cansado y molestó replicó.

- Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.
Paiva escogió diez lanceros fuertes y valientes y con él a la cabeza, salieron a atacar a los bolivianos. En este ataque cayeron muertos tres soldados peruanos, pero el capitán Paiva, con el resto, derrotó al enemigo y regresó al campamento con un oficial boliviano en la grupa de su caballo. Al divisar el general Salaverry gritó Paiva:

- Mi general, mande tocar diana, todos los bolivianos están vencidos. Dejó caer al suelo el cuerpo del prisionero e inmediatamente cayó muerto. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.
El general Salaverry lleno de tristeza murmuró: ¡Valiente bruto!

Tradición de Ricardo Palma, escrito peruano (1833 - 1919)

EL CONDE CONDENADO - RICARDO PALMA

EL CONDE CONDENADO
Vivía en el Cusco un acaudalado vástago de conquistadores, quien junto con valiosas propiedades rusticas y urbanas heredó el título de conde. Por irreligioso y avaro era su señoría mal querido del pueblo.

En una de sus haciendas, y con escaso salario, tenía por administrador a un honradísimo asturiano, infatigable para el trabajo e incapaz de ensuciar su conciencia sisando una peseta.

El administrador no tenía más pasión que criar gallinas y palomas, para cuya manutención tomaba todas las mañanas de los bien provistos granaderos de la casa, una ración de maíz y otra de trigo. Todo ello importaba casi un real diario.

Cinco años llevaba de ejercicio en su empleo sin haber dado el menos motivo de queja al conde; cuando enfermóse el buen mayordomo, vino el físico o matasanos, le examinó la lengua, y haciendo un mohín declaró que no había sujeto, o lo que es lo mismo, que el doliente se marchaba por la posta. Nuestro español pensó entonces en presentarse ante Dios con el pasaporte en regla y, para que los refrendase como manda la Iglesia, hizo venir a un franciscano que gozaba fama de sanidad. En la confesión asaltólo el escrúpulo de que durante cinco años había estado disponiendo, sin la voluntad del patrón, de una cantidad de trigo y maíz, cuyo importe valorizaba en un real diario.

Al lado de la enormidad de su delito, los robos de Dimas y Gestas, crucificados por ladrones, no pasaban de travesuras propias de los angelitos que Herodes condenó a la degollina. En vano se esforzó el sacerdote en persuadirlo, que lo que tanto le escarabajeaba la conciencia, apenas si podría entrar en la categoría de pecadillo venial. Nuestro hombre era asturiano, o lo que es igual, duro de cabeza, y para morir tranquilo exigió del confesor promesa de verse con el conde y alcanzar de él amplio perdón. Ofrecióselo así el franciscano, y entonces el mayordomo cerró el ojo, y liviano de culpas y remordimientos echóse a dormir el sueño eterno en paz y a salvo con la conciencia.

Pocos días después, fue el fraile a casa del potentado y hablóle de la humilde pretensión que le encomendara el difunto.

- ¿Caracoles? ¿Con que esas teníamos? ¿Conque ese tagarote me robaba un real al día? ¡Y cinco años duró la ganga! Métale pluma, padre, métale pluma… Las cuentas claras y el chocolate espeso ¡Cien duros mal contados!
- ¡Ah ladrón! ¡No te perdono! ¡Y luego se ha muerto por o pagarme, y para mayor burla manda a su reverencia a que me lo cuente! ¡Vamos, no lo perdono!
Su señoría se exaltaba cada vez más, y juraba que no perdonaría nunca al que tuvo la desvergüenza de morirse sin pagarle siguiera los cien duros.

Despidióse el franciscano espantado ante avaricia tamaña, y echóse de casa en casa a pedir limosna. La caridad de los cusqueños no desoyó la súplica del santo religioso, y al día siguiente presentóse éste en casa del conde y le entregó los cien duros.

- ¡Vaya! De mal, el menos. Ese pícaro ha vuelto por su honor. Puede su paternidad mandarle mi perdón por el correo con el primer pasajero que despache para la otra vida.

Un año después no había sitio ni para una paja en la iglesia de Santo Domingo del Cuso, tanta era la gente allí una mañana. No sólo el pueblo, atraído por la curiosidad, sino lo más graneado del vecindario concurría a los funerales del nobilísimo conde.

Multitud de plañideras esperaban en el atrio la salida del cortejo fúnebre para gimotear, accidentarse y lucir las demás habilidades de su oficio. Habían sido bien pagadas para esto y querían ganar en conciencia la pitanza.

Pero en el momento en que los sacerdotes despedían el cadáver y, el oficiante hacía uso de la caldereta y del hisopo, rociando al difunto con agua bendita, estalló gran tumulto y la gente corrió en todas direcciones. El ataúd quedó abandonado.

Un perro rabioso había entrado en el templo, y lanzándose sobre el cadáver lo destrozó horriblemente.

El pueblo vio en este suceso una manifestación de la justicia divina, que castigaba así al que no supo perdonar.

En el Cusco hay, desde ese día, una casa a la que llaman la casa del Conde condenado.
Tradición de Ricardo Palma, escritor peruano (1833 - 1919)

EL SUEÑO DE SAN MARTÍN - ABRAHAM VALDELOMAR

El Sueño de San Martín
Era el 8 de setiembre de 1820. La expedición Libertadora al mando de San Martí desembarcaba en la bahía de Paracas. Cansado, en tanto que el ejército se preparaba para la marcha, el Libertador se recostó a la sombre de una palmera, junto al arbolito de la libertad, en la arena caldeaba.

El sol radiante y viril caía verticalmente. Sobre la extensión vibraba el aire. El héroe sintió un vago sopor. Tenía sueño y se abandonó a él. Sintió entonces que poco a poco iba borrándose el paisaje, mientras pensaba en sus planes de libertad. Sabía que de la empresa que acababa de comenzar dependía la libertad, de un continente; que iba afrontar las iras castellanas en el corazón del Virreinato; que iba a destruir en pocos días, meses o años la labor de siglos.

Se durmió y soñó que hacia el norte se elevaba un gran país, ordenado, libre, laborioso y patriota.

Fueron poblándose los arenales de edificios, los mares de buques, los caminos de ejército. Muchedumbres inmensas caminaban febrilmente en un ansia infinita de trabajo y renovación. Los hombres de este país eran libres, fuertes patriotas.
Y cuando todo el pueblo se había elevado, cuando el progreso y la libertad estaban dando su fruto, oyó sonar una marcha triunfal y vio extenderse sobre la extensión ilimitada una bandera. Una bella bandera, sencilla y elocuente, que se agitaba con orgullo sobre aquel pueblo poderoso.

Despertó y abrió los ojos. Efectivamente, una bandada de aves de las alas rojas y pechos blancos se elevaba de punto cercano. Esas aves eran las parihuanas, que parecen una bandera del Perú. Aquel grupo de aves, cada una de las cuales formaba una bandera, se desparramó hacia el norte y se perdió en el azul purísimo del cielo.

El héroe se puso en pie. El ejército estaba listo para la marcha. Entonces le invadió una sana jovialidad y, cuando sobre sus caballos arrogantes, los capitanes emprendieron la marcha para cumplir el más noble mandato, les dijo el libertador:
- ¿Ven aquella bandada de aves que va hacia el norte?
- Si, General. Blancas y rojas – dijo Cochrane.
- Parece una bandera – agregó Las Heras.
- Si – dijo San Martí-, son una bandera. La bandera de la libertad, que venimos a conquistar.
La bandera de aves volaba hacia el norte, como si indicase una ruta a esos tres corazones.
Luego, al acercarse a Pisco, las aves de leve plumaje se elevaron al cielo, perdiéndose en las nubes como en una infinita ansia de azul.

Abraham Valdelomar.
 

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