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CuentosDeDonCoco - 2010. Con la tecnología de Blogger.

LA HISTORIA DE SAID

En esta historia encontraras un gran hombre que sólo queria tener conocimientos, pero le llega a pasar muchas cosas para conseguirlo...
Oh, grande y magnifico Sultán, ya que me has recibido en tu palacio con infinita hospitalidad, te diré que mi nombre es Said y que nací en una aldea cercana a Bagdad. Desde joven sentí en mi corazón la necesidad de adquirir más conocimiento y, para lograrlo, me dirigí a la casa de un sabio. Al llegar, le dije:
- ¡Sufí, eres un hombre sabio! Permíteme tener parte de tu conocimiento para que pueda hacerlo crecer y convertirme en una persona valiosa, pues me siento que no soy nada.
El sabio me contestó:

- Puedo darte conocimiento a cambio de algo que yo necesito. Tráeme una pequeña alfombra, pues debo dársela a alguien que posee un saber mayor.
Así, pues, partir en busca de la alfombra. Llegué a una tienda que las vendía y le dije al dueño:

- Dame una alfombra pequeña. La necesito para dársela al sabio Sufí, quien la necesita para dársela a alguien que ya posee un saber mayor.
El mercader de alfombras me dijo:

- Tú me hablas de tus necesidades, pero ¿Qué hay de las mías? Yo necesito hilo para tejer la alfombra. Tráeme un poco y te ayudaré.

De modo que partí nuevamente en busca de alguien que me pudiera dar hilo. Cuando llegué a la choza de una hilandera, le dije:

- Hilandera, dame hilo. Lo necesito para el mercader de alfombras, quién me dará una alfombra para el sabio Sufí, quién se la dará al alguien que posee un saber mayor.
La mujer respondió:

- Tú necesitas hilo, pero ¿y yo? Yo necesito pelo de cabra para hacerlo. Consígueme un poco y tendrás tu hilo.
De modo que nuevamente me puse en marcha hasta encontrar a un pastor de cabras, a quien le conté mis necesidades. Luego de escucharme, el pasto dijo:

- Tú necesitas pelo de cabra para comprar conocimiento, pero yo necesito cabras para proveer pelo. Consígueme una cabra y te ayudaré.
Entonces, Salí en busca de alguien que vendieran cabras. Cuando encontré al vendedor, en la feria del pueblo, le expliqué mis dificultades. El hombre me escuchó con gesto de desagrado y luego me respondió:

- ¿Qué me importan a mí esas historias de alfombras, hilos y conocimiento? Yo no tengo mis propias necesidades. Si tú puedes satisfacerlas, entonces hablaremos de cabras.
- ¿Cuáles son tus necesidades? – le pregunté.
- Necesito un corral donde guardar mis cabras de noche, pues se están extraviando por los alrededores. Consígueme un corral y luego pídeme una o dos cabras.
Así pues, partí en busca de un corral. Mis averiguaciones me condujeron hasta un carpintero quien me dijo:

- Si puedo fabricar un corral para la persona que lo necesita. Pero te podrías haber ahorrado todas esas historias. No tengo ningún interés en alfombras, ni conocimiento. Sin embargo, tengo un gran deseo. Si me ayudas a conseguirlo, fabricaré tu corral.
- ¿Y cuál es tu deseo? – pregunté
- Quiero casarme, pero parece que nadie quiere casarse conmigo. Consígueme una esposa y te ayudaré.
- Desalentado, me senté en la plaza del pueblo sin la menor idea acerca de cómo conseguirle una esposa al carpintero. Estaba sumergido en mis reflexiones cuando reparé en un hombre sentado cerca de mí. Tenía el aspecto de un próspero mercader, pero sus ojos mostraban sufrimiento. Me sentí conmovido y, sin saber muy bien por qué , le hablé:
- Por tu mirada, veo que estás en apuros. Yo nada tengo. Ni siquiera puedo conseguir un poco de hilo cuando me hace falta. Pero pídeme lo que necesites y haré todo lo que pueda para ayudarte.
- Sabrás, buen hombre – dijo el mercader-, que tengo una hija muy hermosa. Ella sufre una enfermedad desconocida que la está llevando hacia la muerte. Conócela y quizás puedas curarla.
Era tal la angustia del mercader y tan grande su esperanza, que lo seguí hasta el hecho de la joven y me quedé a solas con ella. Entonces ella dijo:

- No sé quién eres, pero siento que quizás puedas ayudarme. Estoy enamorada de un carpintero que es así y así, pero temo que mi padre no lo apruebe porque es muy pobre.
Inmediatamente, comprendí que ese era el carpintero a quien le había pedido que hiciese el corral para las cabras. Por lo tanto, fui a buscar al mercader y le dije:

- Tu hija quiere casarse con cierto respetable carpintero que yo conozco.
El mercader sintió una gran alegría y alivio, pues pensaba que su hija iba a morir, y no le importó que el carpintero fuera pobre. Inmediatamente estuvo de acuerdo con el casamiento.

Entonces, fui a ver al carpintero para comunicarle la noticia. El carpintero, quien estaba secretamente enamorado de la hija del mercader, construyó como premio el corral para las cabras. Luego, el vendedor de cabras me dio algunos excelentes animales que llevé al pastor.

El pastor dio pelo de cabra para la hilandera, quien me entregó el hilo. Entonces, llevé hilo al vendedor de alfombras, quien me dio a cambio una alfombra pequeña.

Por fin, lleve la pequeña alfombra al sabio Sufí, quien me explicó que ahora podía darme conocimiento, pues no habría podido llevarle la alfombra, a menos que hubiese trabajado para los demás y no para mí mismo.

Cuento Tradicional Árabe,

EL VAMPIRO NEGRO

Cuenta La Historia Un Lindo Vampiro que quería tomar sangrecita pero no de los humanos porque le daba alergia.
Teniente Mac Donald – dijo el oficial de turno Pastoretti-, unos vecinos del barrio de Las Cañas han informado que hay un hombre con una capa negra. Está trepado a la torre de agua y amenaza con echar dentro del tranque un virus que convertirá a todos en vampiros.

- ¡Oh no! Otra vez un loco de esos…
El teniente Mac Donald suspiró, cerró disimuladamente el juego de ajedrez de su computadora y se levantó del sillón.

Cuando el teniente y el oficial llegaron al lugar, vieron que la situación era grave. El hombre – vampiro se sostenía con una mano de la altísima escalera que llevaba a la torre, y con la otra mano agitaba una botellita de contenido indefinible. El teniente comprendió que estaba decidido a cumplir su amenaza. Por eso pidió el megáfono para hablar con él.

- ¡No queremos hacerle daño! Díganos lo desea y nadie saldrá herido.
- ¡Quiero Sangre!- contesto el vampiro.
- ¿De qué grupo y factor? – preguntó Mac Donald, imperturbable.
- ¡Del que sea!
El teniente lo pensó un momento y luego le ordenó a Pastoretti que fuera hasta el hospital para conseguir un par de bolsas de sangre. Cuando el oficial regresó, volvió a tomar el megáfono y dijo:

- Ya tenemos la sangre que pidió. ¿Ahora bajará para qué podamos hablar?
El vampiro comenzó a bajar la escalera con su capa negra flameando en el viento.

A medida que se acercaba al suelo, parecía cada vez más pequeño e indefenso. Cuando puso un pie en tierra, el teniente pudo comprobar que apenas media alrededor de un metro y medio.

Una vez de regreso en la comisaría, lo hizo pasar a su oficina. Mientras el vampiro se dejaba caer sobre una silla, Mac Donald observó que tenía la capa desflecada y el smoking de un negro arratonado y lleno de agujeros.

- ¿Quiere café? – le preguntó mientras se servía una taza.
- ¡Usted me prometió sangre! ¿No va a cumplir su palabra? – protestó el hombrecito con una cara de ofendido.
- ¡Calma! Vayamos por partes. ¿Cómo se llama?
- Vlad Tepes XXXVIII.
- ¿Y dice que es vampiro?
- ¡Soy un verdadero vampiro! – Al decir esto, un brillo de orgullo relampagueó en sus ojos, pero enseguida se apagó-. Aunque si no consigo un poco de sangre, voy a ser el primer vampiro muerto de hambre en la historia de mi familia.
- ¿Puede demostrar que es lo que dice ser?
El teniente hizo la pregunta sin el menor asomo de burla.

- ¡Claro que puedo! Mire…
Y antes de que Mac Donald tuviera tiempo de reaccionar se envolvió bruscamente hasta la cabeza en su capa, que un instante después cayó sobre la silla, totalmente vacía. De entre la tela salió revoloteando una especie de ratón negro con alas enormes que fe a posarse sobre el fichero metálico. El teniente, atónito, se restregó los ojos con los puños y, cuando volvió a abrirlos, el vampiro estaba nuevamente sentado frente a él.
- ¿Ahora me cree? – dijo con aire desafiante.
- Eh… bueno… A menos que sea un mago excelente, estoy dispuesto a creerle. Pero si realmente es un vampiro, ¿Por qué subió a la torre para pedir sangre y no la tomó directamente de los usuarios?
- ¡Ay, ese es mi drama! – gimió el hombrecito-. No puedo. Desde hace varias generaciones mi familia tiene un problema genético. Nos hace mal morder a los humanos. A mi abuelo le dolían los colmillos y a mi padre le salía un sarpullido espantoso por todo el cuerpo…
- Y a usted, ¿Qué le pasa?- preguntó el teniente casi compadecido.
- De todo. Me dan nauseas, dolor de estómago, alergia, sinusitis, inflamación de las encías. La última vez que mordí a alguien se me tapó la nariz para siempre y se me peló toda la lengua.
- ¿Y necesita mucha sangre para seguir viviendo?
- ¡Oh, no! Con un cuarto de litro por mes me alcanza y me sobra.
El teniente se reclinó contra el respaldo de su sillón y respiró hondo. Parecía sumido en profundos pensamientos hasta que, finalmente, se incorporó con cara de haber tomado una decisión.

- Espere un momento – dijo mientras se levantaba y salía de la oficina.
A los pocos minutos regresó con un vaso repleto de un líquido rojo ligeramente humeante y de aspecto siniestro.

- Aquí tiene su sangre.
El vampiro se abalanzó sobre el recipiente pero el teniente lo detuvo con un gesto.

- Antes, hagamos un trato. Una vez por mes, pasará por la comisaría y le daré la sangre que necesita. Pero, a cambio, usted hará trabajos comunitarios nocturnos, como poner en hora a medianoche el reloj de la municipalidad y llevar el registro de las lamparitas quemadas en los faroles.
- ¡Lo que quiera! – exclamó el vampiro mientras agarraba el vaso y bebía ávidamente su contenido.
Cuando lo terminó, unas lágrimas de felicidad se escaparon de sus ojos enrojecidos y el color volvió a sus pálidas mejillas.

- ¡Ah, qué delicia! Ya me siento mucho mejor.
- Bueno, vaya. Y lo espero a principios del mes que bien- dijo Mac Donald mientras abría la puerta de su despacho y agregaba en voz alta-. Pastoretti, deje salir al señor. No hay problema.
Cuando el hombrecito hubo desaparecido, el teniente se sentó nuevamente en su escritorio y encendió la computadora para retomar el juego que había dejado interrumpido. Mientras tanto, se dijo así mismo entre dientes:

- Con la nariz tapa y la lengua pelada, va a tardar como dos siglos en darse cuenta de que está tomando jugo de tomate caliente, con tinta roja y un caldito de carne.
-
Después, continuó la partida de ajedrez.

Graciela Pérez Aguilar

DE VUELTA A CASA

Esta historia se trata de dos soldaditos que deciden hacer un negocio pero a las finales el negocio no resultó.
Dos soldados volvían a casa después de años de ausencia. Como marchaban a pie, y el viaje era muy largo, pasaban el tiempo charlando y haciendo planes.
- Oye, Canuto – dijo uno de los soldados-; tengo una idea. ¿Por qué no hacemos un negocio redondo?
- No es mala idea, Torcuato- respondió el otro-; pero apenas tenemos dinero. ¿Qué clase de negocio podemos hacer?
- Verás, he pensado que con el poco dinero que llevamos podemos comprar una canasta de naranjas. Luego, por el camino podríamos vender cada naranja por una moneda y hacernos con un buen puñado de dinero.
Como a Canuto le pareció una idea estupenda, vaciaron sus bolsillos y compraron una canasta de naranjas en el primer pueblo por el que pasaron. Para ello gastaron todo lo que llevaban, excepto una moneda.

Una vez comprada la canasta, reemprendieron el viaja. Y decidieron que irían turnándose para cargar con ella. Cuando llevaban ya un par de horas caminando, Torcuato se paró y dijo:

- Oye, Canuto, estoy sediento. ¿Por qué no me vendes una naranja? Tengo una moneda, que nos ha sobrado: yo te la doy y tú me has una naranja. Al fin y al cabo, ¿Qué más te da vendérmela a mí o a un extraño?
A canuto le pareció bien y entregó una naranja a Torcuato a cambio de la moneda.

Al cabo de un rato, Canuto se detuvo y dijo:

- La verdad, Torcuato, es que yo también tengo sed. Así que te voy a dar una moneda y ahora me vendes tú a mi otra naranja.
Torcuato, encantado, le entregó la naranja a Canuto y recuperó la moneda. Continuaron los dos soldados su viaje y, como el día era caluroso, fueron comprándose las naranjas el uno al otro hasta dejar la canasta vacía. Mientras, la moneda pasaba de mano en mano.

Al cabo de algunas horas, Canuto se paró y dijo pensativo:

- Oye, Torcuato, ¿Sabes que nos hemos quedado sin género que vender? ¡No queda ni una naranja!
- ¡Claro! – respondió Torcuato-. ¡Si es que las hemos vendido todas!
- ¡Entonces tendemos un buen puñado de dinero!
- Pues…- dijo Torcuato mirando su bolsillo-, la verdad es que yo no tengo más que una moneda.
- Eso no puede ser- dijo Canuto mirando su bolsillo vacio-. ¡Si hemos vendido cada naranja por una moneda y en la cesta había treinta naranjas, tendríamos que tener treinta monedas!
- No lo entiendo, Canuto – dijo Torcuato-. Hemos vendido todo y tan sólo tenemos una moneda.
- ¿Sabes, Torcuato? Creo que esto de los negocios es más complicado de lo que parece. Mejor será que nos dediquemos a otra cosa.

Y los dos soldados decidieron continuar su camino tranquilamente.

Fuente: Popular

PULGARCITO

Había un vez un niño que se llamaba...
Pulgarcito era el hijo menor de los leñadores. Era tan pequeñito como un dedo gordo. Vivía esquivando pisotones y dormía la siesta en tazas de té. Pulgarcito hablaba poco, y escuchaba mucho. Una noche hubo tres frijoles en cada plato. Los papás y los siete hermanos los comieron despacito, en silencio, aunque todos pensaban en la misma hambre. Antes de dormir, Pulgarcito se colgó del picaporte del dormitorio de sus papás y paró bien la oreja.
La leña no se vendía, quedaba un pan duro, y tantos hijos. Esa noche Pulgarcito escuchó llorar a los padres mientras organizaban un plan y tampoco él pudo dormirse con las cosas que había oído. Al día siguiente, el padre llevo a sus siete hijos al bosque. Pulgarcito fue tirando piedritas por todo el camino. Cuando estuvieron bien adentro, el padre se puso a cortar leña; los hijos juntaban ramitas. Cuando los hermanitos se dieron cuenta, estaban solos en medio del bosque. Llamaron al padre a los cuatro vientos. - ¡Papá! ¡Papito! Pulgarcito no gritaba, sabía que su papá no iba a volver. En camino, les dijo a sus hermanos que siguieran las piedras y, así, pudieron volver a casa. Los niños se escondieron detrás de la puerta y oyeron que los padres discutían. La mamá preguntaba:
- ¿Dónde estarán mis hijitos? ¿Se los habrán comido los lobos?
Entonces empujaron la puerta y dijeron: - ¡Aquí estamos!
Los papás se pusieron contentos de verlos de nuevo. La mamá les lavó los pies y, de cena, les contó un cuento. Al día siguiente los leñadores cobraron unas monedas que les debían. La alegría inundó la casa, y duró tanto como las monedas. Poco a poco la comida fue escaseando. Hubo menos carne y más pan, menos pan, más hambre. Pulgarcito oyó a sus papás llorar. No podían ver hambrientos a sus hijos. Al otro día buscó piedrecita, pero no encontró. En el almuerzo Pulgarcito no comió. Guardó en su bolsillo el pedacito de pan que le tocaba y sintió un hambre gigante rodar por su cuerpo pequeñito. A la tarde el padre fue con sus siete hijos al bosque. Pulgarcito tiraba miguitas de pan por el camino; la barriga le crujía como si supiera. Cuando llegaron a la parte más honda y espesa, el padre se puso a cortar leña; los hijos juntaban ramitas. Cuando el papá vio que estaban ocupados, los dejó en el bosque. Los hermanos competían a ver quién juntaban ramitas más largar, ramitas más anchas y más ramitas.
Pero llegó la oscuridad, el hambre, el cansancio. Y se dieron cuenta. Llamaron al padre, gritaron a los cuatro vientos. - ¡Papá! ¡Papito! Pulgarcito callado. Los hermanos se desesperaron. Pulgarcito les hizo una seña y empezaron a seguir las huellas del pan. Caminaron, caminaron. De pronto las miguitas desaparecieron. No estaban aquí, no estaban allá. Y los pájaros volaban contentos con la panza llena. Ahora sí que estaban perdidos. Los hermanitos daban vueltas y vueltas por el bosque. Los aullidos de los lobos los rodeaban, el frío oscuro los desgarraba de abandono. Al Pulgarcito el hambre se le hizo miedo, y el miedo, valentía. Entonces vio una luz lejana. Después de andar un rato llegaron a una cabaña. Pulgarcito golpeó la puerta y una mujer enorme le sonrió. Le contó que estaban perdidos, le pidió pasar una noche en su casa. - ¡Aquí vive el ogro Comeniños! – dijo la señora. Pero Pulgarcito oía los lobos aullando y aullando y prefirió al ogro. La señora sentó a los siete hermanitos junto al fuego, hasta que se oyeron pasos gigantes. Entonces los escondió debajo de la cama. El ogro gritó a la esposa porque la casa estaba desordenada y le pidió la cena. Una vez sentado dijo: - Hay olor a carne fresca. La mujer le dijo que era el ternero, que era el lechón, que era el cordero, que era la sopa que preparaba la vecina. Pero los ogros lo huelen todo, y éste fue derechito debajo de la cama. Agarró a los siete niños con una mano y se los imaginó con salsa de tomate. – Prepara la salsa que me los como. – Ah, no golosinas antes de cenar, no- se enojó la mujer-; después no comes la comida. Y le sirvió el lechón asado. – Además estás gordo. Eso fue suficiente para que el ogro se reservara los niños para el desayuno. – Sí, con un huevo frito van a estar riquísimos. Dales de comer, así no adelgazan. A Pulgarcito y sus hermanos se les fue todo el hambre. Querían adelgazar para no tentar al ogro. Pero si no comían el ogro los miraba enojado y parecía peor. Esa noche la mujer los acostó en una cama deseándoles felices sueños. El ogro había tomado mucho y no tardó en roncar como un dragón. Entonces los niños se escaparon. La casa era tan enorme que no les resultó difícil salir por la ventanita del baño. Caminaron, caminaron. Los aullidos de los lobos parecían amigos, al lado del ogro Comeniños. Nunca los habrían tratado de golosina. Cuando el ogro se despertó y vio que su desayuno no estaba, se puso furioso. Se calzó las botas sus siete leguas y salió a buscar sus siete golosinas. Los niños lo vieron moverse para todos lados; daba dos pasos y avanzaban muchos kilómetros. Un poco por sus patas de ogro, mucho más por las botas mágicas. - ¡Mis golosinas! ¡Mis golosinas! – gritaba. Entonces Pulgarcito llevó a sus hermanos a una cueva en medio de una piedra enorme. Se escondieron y se abrazaron de frío, de miedo, y con ampollas en los pies. Con las botas se siete leguas era fácil recorrer el bosque en minutos, pero el cansancio se sentí igual. El ogro se recostó al lado de la piedra, pero tan cansado estaba que no olió sus bomboncitos de carne. Cuando los ronquido de dinosaurios salieron de a puñados, Pulgarcito dejó la cueva y le sacó la botas al ogro, que soñaba con tortas de niños y chocolate. Pulgarcito se las puso y las botas se achicaron al tamaño de sus pies. O sea, mucho. Con tres pasos se orientó en el bosque como si fuera una lagunita. Ubicó la casa de los padres y les indicó el camino a sus hermanos. Con otros tres pasos fue hasta la casa del ogro. Cuando la mujer abrió, Pulgarcito le dijo que su marido estaba en peligro. ¡Unos ladrones lo iban a matar! La única manera de salvarlo era entregándoles inmediatamente todo el oro y el dinero. Para eso el ogro le había prestado sus botas de siete leguas. No había tiempo que perder. La mujer reconoció las botas y le dio la Pulgarcito todo lo que tenían. Al fin y al cabo, el ogro era gruñón, pero buen marido. En cinco pasos Pulgarcito llegó a su casa; era una montaña de oro ambulante. Los padres se alegraron mucho de ver a sus siete queridos hijos de nuevo. Nunca se perdonaron los habían hecho; el reproche les sabía amargo como una fuerte puñalada. Esa noche comieron el estofado más rico y la mamá repartió golosinas. Pero ninguno las quiso probar.
Fin
Autor:Hermanos Grimm

BLANCA NIEVES Y LOS SIETE ENANITOS

Cuento Popular
La reina miraba el paisaje desde su ventana. La nieve lo abarcaba todo, y unas flores rojas bailaban sobreviviendo al viento. La reina saboreaba los colores, la blancura más pura, un rojo violento, el marco negrísimo de su ventana. Y pensó que tenía muchas ganas de tener un bebé. Poco tiempo después nació su primera hija. Tenía la piel blanca como la nieve, labios más rojos que las flores y una melenita tan negra como la ventana. Blancanieves nació, pero murió su madre.
Al año, el rey volvió a casarse. La nueva reina era muy linda, y lo sabía demasiado. Tenía un espejito dorado al que siempre le preguntaba:
- Espejito, dime una cosa: ¿Quién es la más hermosa? Y el espejo contestaba con palabras de caballero:
- La más hermosa es mi reina, la más linda de la tierra.
Si no le hacía reverencias de rodillas era solamente porque los espejos no tienen manos ni pies. La reina se empalagaba con la voz señorial de su espejo, que decía verdades tan verdaderas. Sonreía y se miraba más y más. Blancanieves creció; se hizo una mujercita dulce y bellísima. Era tan suave como tímida; buscaba la compañía de los gatos y los pájaros del palacio. La madrastra la envidiaba. Vivía haciéndole escándalos a su esposo por cualquier tontería. “Que a ella le regalaste dos aros y a mí un solo collar, que le dices ‘mi angelito’, que le dedicas más tiempo.” Pero estalló de rabia el día en que el espejo dijo:
- Para mí es la reina, la más hermosa. Pero dicen que Blancanieves es más linda que las rosas.
Por si andaba mal, la reina lo sacudió y le preguntó de nuevo. Pero el espejo, un poco mareado contestó lo mismo.
- ¡Vidrio tonto! – le gritó, y lo tiró sobre la cama.
Entonces llamó a un cazador y le ordenó matar a Blancanieves y traerle pruebas de su muerte. El cazador llevó a Blancanieves al bosque. Pero cuando le apuntó sintió lastima. Bajó su arma y le dijo que desapareciera entre los árboles y no volviera nunca más, porque si no lo iban a despedir y tendría que conseguir otro trabajo. Mató un cervatillo y llevó su corazón a la madrastra, diciéndole que era el de la niña. Blancanieves era hija única. Y además, princesa. O sea, siempre había doncellas pendientes de los que quisiera. Sola en el bosque rodeada de sombras y aullidos extraños, tuvo mucho miedo. Caminó y caminó hasta encontrar una cabañita al pie de un árbol. Tenía una puerta muy pequeña, de madera pintada. “Una casa de muñecas”, pensó Blancanieves. Y entró agachada. Había una mesita, con siente sillitas, con siete almohadoncitos, y cada uno tenía bordado un nombre cortito. Había siete platitos con pancito y sopita. Blancanieves tenía mucha hambre, y probó un poquito de cada platito con cubiertos del tamaño de un dedo meñique. Pero ella no tenía un estomaguito y, con hambre, se fue a dormir. La camita le quedaba chica y tenía que dormir sentada. Pero la mini frazada era más abrigo que la inmensidad del bosque. A la noche se oyeron pasitos y unas vocecitas remendadas preguntaron ordenadamente:
- ¿Quién se sentó en mi sillita?
- ¿Quién comió mi pancito?
- ¿Quién usó mi cuchillito?
- ¿Quién se tomó mi agüita?
- ¿Quién me comió una arvejita?
- ¿Quién se lavó los dientes con mi cepillito?
Los enanos se asesaron los unos a los otros, hasta que el séptimo gritó: - ¡Alguien está durmiendo en mi camita! Al ver a Blancanieves dormida, les dio mucha ternura y cuchichearon en secreto con sus voces petisas:
- Es un hada.
- Es Santa Celeste del Bosque.
- Es una sirena perdida.
- Es una mariposa disfrazada.
- Es una princesa
- Es una estrella caída del cielo.
- ¡Es mía!
Cuando Blancanieves despertó, vio catorce ojos sonriéndoles. Los enanos le cantaron siete veces buenos días. Empezó el que tenía la voz más ronca, y terminó uno que sonaba como hormiguita resfriada. Después le sirvieron una tacita de chocolate caliente. Ella contó su historia y ellos le ofrecieron quedarse, a condición de que cocinara, limpiara, planchara, cosiera, encerara y lavara las cucharitas y las servilletitas. Blancanieves no tenía muchas opciones, y además los enanos le habían caído bien. El invierno pasó, Blancanieves se esmeraba en sus tareas, y los enanos se iban a trabajar y volvían con alimentos. Pero la vida no es tan simple. Un día la reina preguntó a su espejo:
- Espejito, dime una cosa: ¿Quién es la más hermosa? El espejo contestó con su voz de galán:
- La más bella es Blancanieves, que vive con siete enanos del tamaño de una mano.
La reina se puso loca. – ¡Espejo sucio y rayado! – le gritó, y lo tiró sobre el sofá. Entonces se disfrazó de vieja campesina y fue al bosque, llevando una manzana tan brillante y roja como los labios de Blancanieves, pero tan envenenada como su corazón. Cuando llegó frente a la cabaña, vio a la niña limpiando la ventana. Y golpeó la puerta. La madrastra le ofreció la manzana con una sonrisa de propaganda de dentífrico. Blancanienves no tenía mucha hambre, pero no quiso rechazar a la pobre vieja. Y la mordió. Al instante cayó al suelo, envenenada de pies a pestañas.
El cielo se oscureció y los árboles del bosque se volvieron azul grisáceos. Los enanos, al verla tirada, se desesperaron. Le echaron agua, trataron de revivirla, pero Blancanieves siguió igual. El espejo de la madrastra volvió a decir:
- La más hermosa es mi reina, la más linda de la tierra.
Blancanieves no se movía. No respiraba. Pero su cara era tan linda y tranquila como si soñara algo suavecito. Los enanos la pusieron en una cajita de cristal y la llevaron a un claro del bosque, pensando que el sol podría darle energía.
Un príncipe pasó por allí y vio a Blancanieves, con el rostro tan natural, pero tan dormida. Se quedó a su lado y junto a los enanos, todos los días, le pasó agua por la frente y los labios, buscó el lugar donde el sol acariciaba tibio y el viento refrescara lo justo. Un día Blancanieves abrió sus ojos. De a poquito estuvo cada vez más fuerte y siempre igual de hermosa. Los enanos se dieron cuenta de que el príncipe no se iba y que pasaba todo la tarde con Blancanieves. Ella andaba distraída tanto así que limpiaba los pisos con sopa caliente y hacia tartas de jabón y queso. Los enanos primero se pusieron celosos, pero cuando les contaron que estaban de novios, les prepararon una cena romántica con música de mandolinas.
Y la madrasta se puso violeta cuando el espejito le dijo:
- La más linda es Blancanieves que se casará con el príncipe. La fiesta será en el bosque con enanos, pizza y magia.
Fin
Autor: Los Hermanos Grimm
 

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