Busca tus cuentos

Cargando...

Archivo de Cuentos, Fábulas...

CuentosDeDonCoco - 2010. Con la tecnología de Blogger.

EL ELEFANTE FANTE

EL ELEFANTE FANTE

Hace muchos años, los elefantes tenían la trompa chiquita. Es decir, eran ñatos. No tenían la larga trompa que lucen ahora.
Una vez, un elefante llamado Fante fue al río a beber agua con sus amigos.
El elefante Tito, el más chiquito y orejón del grupo, se puso muy al filo del río, se cayó al agua y empezó a gritar:
- ¡Auxilio!, no sé nada, ¡me ahogo! … Glup, glup, glup.
Fante acudió a ayudar a Tito. Estiró su trompita lo más que pudo y Tito se cogió con fuerza.
- ¡Sácame pronto, compañero! Glup, glup, glup…
Fante contestó:
- Do de peocubes, gombañedo, ge odita de daco del agua…
Fante empezó a retroceder. Y a medida que Tito salía del agua, la nariz de Fante y crecía.

- ¡Oh, mi nariz! – exclamó el elefante Fante.
Desde ese día, la larga trompa de Fante recordaba a todos la buena acción de nuestro amigo narizotas…

Hernán Becerra Salazar.

LA VENGANZA DEL CÓNDOR - Ventura García Calderón

LA VENGANZA DEL CÓNDOR
Nunca he sabido despertar a un indio a puntapiés. En un puerto del Perú, el capitán Gonzales quiso enseñarme esta triste habilidad.

El indio dormía a la intemperie con la cabeza sobre una vieja silla de montar. Al primer contacto del pie, se irguió en vilo, desperezándose. Nunca he sabido si bajo el castigo miran con ira o con acatamiento. Mas como él tardara un tanto en despertar a este mundo, de su dolor cotidiano, el militar le rasgo la frente de un latigazo. El indio y yo nos estre¬mecimos; él por la sangre que goteaba en su rostro con lágrimas: yo porque llevaba todavía en el espíritu prejuicios sentimentales de bachiller en leyes. Detuve del brazo a este hombre enérgico y evite la segunda hemorragia.
- Hacemos junto el viaje hasta Huaraz, mi doctorcito - me dijo guardando el látigo -
Ya verá usted como se divierte con mi palurdo, un indio bellaco que en todas las chozas tiene comadres. Estuvo el año pasado a mi servicio y ahora el prefecto, amigo mío, acaba de mandármelo para que sea mi orde¬nanza. ¡Le tiene un miedo a este chicotillo!
- ¿Y el pellón negro, so canalla? Si no te apuras vas a probar cosa rica.
- Ya trayendo, taita.

El indio ingresó al pesebre en busca del pellón, pero no vino jamás.

Por lo cual el capitán Gonzales se marcho solo, anunciando para su regreso castigos y desastres.
- "No se vaya con el capitán. Es un bárbaro", me había aconsejado el posadero; y demore mi partida pretextando algunas compras. Dos horas después, al ensillar mi soberbia mula andariega, un pellejo de camero vino a mi encuentro y de su pelambre polvorienta salió una cabeza despeinada que murmuró:
- Si quieres voy contigo, taita.
¡Vaya si quería! Era el indio castigado y perdido. Asentí sin fijar precio.

Y sin hablar, sin más tratos, aquel guía providencial comenzó a precederme por atajos y montes, trayéndome, cuando el sol quemaba las entrañas, un poco de chicha refrigerante o el maíz reventado al fuego, aquella tierna cancha algodonada.
Pero al siguiente día el viaje fue más singular. Servicial y humilde, como siempre, mi compañero se detenía con demasiada frecuencia en la puerta de cada choza del camino, como pidiendo noticias en su dulce lengua quechua. Las indias, al alcanzarme el porongo de chicha, me miraban atentamente y parecióme advertir en sus ojos una simpatía inesperada.

¡Pero quien puede adivinar lo que ocurre en el alma de estas siervas adoloridas! Dos o tres veces el guía salió de su mutismo para contarme esas historias que espeluznan al caminante. Cuentos ingenuos de viajeros que ruedan al abismo porque una piedra se desgaja súbitamente de la montaña andina.
Sin querer confesarlo, yo comenzaba a estar impresionado. Los andes son en la tarde extraños montes grises y la bruma que asciende de las punas violetas a los picachos nevados me estremecía como una melancolía visible.
Una hora de marcha así pone los nervios al desnudo y el viento afilado en las rocas parece aconsejar el vértigo. Ya los cóndores, familiares de los altos picachos pasaban tan cerca de mí, que el aire desplazado por las alas me quemaba el rostro y vi sus ojos iracundos.
Llegábamos a un estrecho desfiladero.
- Tu esperando, taita - murmuró de pronto el guía y se alejó rápidamente. Le aguarde en vano, con la carne erizada.
Un ruido profundo retembló en la montaña; algo rodaba de la altura. De pronto a quince metros pasó un vuelo oblícuo de cóndores. Vi rebotar con estruendo y polvo en la altura inmediata una masa oscura, un hombre, un caballo tal vez, que fue sangrando en las aristas de las penas hasta teñir el río espumante, allá abajo. Estremecido de horror, espere; mientras las montañas enviaron cuatro o cinco veces el eco de aquella catarata mortal.
Más agachado que' nunca, deslizándose con el paso furtivo de las vizcachas, el guía cogió a mi mula del cabestro y murmuró con voz doliente, como si suspirara:

- ¿Tú viendo, taita, al capitán?
- ¿El capitán? Abrí los ojos entontecidos. El indio me espiaba con su mirada indescifrable; y como si yo quisiera saber muchas cosas a la vez, me explicó en su media lengua que, a veces, los insolentes cóndores rozan con el ala el hombro del viajero en un precipi¬cio. Se pierde el equilibrio y se rueda al abismo. Así había ocurrido con el capitán Gonzales.
-¡Pobrecito, ayayay!
Se santiguó quitándose el ancho sombrero de fieltro, para probarme que sólo decía la verdad.
Yo no pregunte mas, porque estos son secretos de mi tierra que los hombres de su raza no saben explicar al hombre blanco. Tal vez entre ellos y los cóndores existe un pacto oscuro para vengarse de los intrusos que somos nosotros... Y parte de ese pacto, podría ser el tratar de equilibrar un poco la balanza de la justicia.

Cuento de Ventura García Calderón, escritor peruano (1887 - 1959)

LA HONRADEZ DE UN ÁNIMA BENDITA - Ricardo Palma

LA HONRADEZ DE UN ÁNIMA BENDITA
El 16 de enero de 1628 emprendió viaje para el Purgatorio un limeño llamad Diego Pérez de Araus.
Ya en el otro mundo entróle a su ánima el remordimiento de que, en cierta noche, le había ganado a su amigo Antonio Zapata, no diré una suma morrocotuda, sino la pigricia de doscientos pesos.
Ánima de muchos escrúpulos de monja boba debió de ser la del tramposo Pérez de Araus, porque dio en aparecérsele todas las noches a su acreedor Zapata, quien de tanto dar diente, por el terror que le causaba la visita, empezó a perder carnes. En vano era que en casa aparición preguntaba Zapata qué cosa se le había perdido al ánima bendita. El espíritu de Dieguillo no despegaba los labios para dar respuesta.
La viuda de Pérez, que era moza, y de buen ver y mejor palpar, se asustó tanto con la nueva, de diz que ya desde esa noche no durmió sola, recelando que ánima del difunto se le antojar ocupar su legítimo sitio en el lecho matrimonial.
Afortunadamente vivía en Lima, en el monasterio de las Descalzas, una monja más milagrera que la mitad y otro tanto, a la cual expuso su cuidta el desventurado Zapata.
Junto esperaron esa noche la aparición; cuando ello ocurrió:
- De parte de Dios te mando – concluyó la monja – que me digas francamente a qué vienes a Lima.
Parece que el ánima de Pérez de Araus declaró que sus idas y venidas eran motivadas por el remordimiento de haberle ganado, a la mala, doscientos peso a su amigo.
- ¡Pues buen modo de paga tienes, hijito! ¿Eso se estila por allá? ¡Eah! Lárgate y no vuelvas, que yo hablaré con tu muer para que ella pague por ti. Vete tranquilo a tu Purgatorio y no te reconcomas por candideces.
Y efectivamente, el alma de Diego Pérez no volvió a rebullirse.
La monja llamó a la alegre viudita y la intimó que pagase a Zapata los doscientos duros de que el difunto se había confesado deudor. Madama quiso protestar el libramiento, alegando razones que probablemente serían de pie de banco, porque la sierva de Dios le repuso con toda flema:
- Buena, hijita. Como quieras. Que pagues o no pagues, me es indiferente. Lo que sí te aseguro es que esta noche tendrás de visita a tu marido. Él se encargará de convencerte… y hasta de cobrarte cuentas atrasadas.
Ante tal amenaza, la viudita, cuya conciencia no estaría muy sobre la perpendicular, se avino a pagarle a Zapata los doscientos de la deuda.
Ahora bien, digo yo: ¿no conviene usted conmigo en que en este condenado y descreído siglo XIX, las benditas ánimas del Purgatorio se han vuelto muy pechugonas, tramposas y sinvergüenza, para delicadeza de las ánimas benditas de hace tres siglos?
Hemos visto a una de estas infelices en trajines del otro mundo a éste, para pagar una miserable deuda de doscientos pesos. ¿Y hoy? Mucha gente se va al otro barrio con trampa por centenares de miles y en el camino se les borra de la memoria hasta el nombre del acreedor.
Tradición de Ricardo Palma, escritor peruano (1833 - 1919)

PETER PAN

Cuento de Peter Pan
En una casita de las afueras de Londres, vivían Wendy, Juan y Miguel, los tres hijos del matrimonio Darling. Aquella noche, sus padres debían asistir a una fiesta de sociedad; por eso los chicos se fueron a la cama antes que de costumbres. Ya a punto de salir, la señora Darling fue a despedirse de su hija mayor:
- Wendy, ¿no sería mejor que cerrases esta ventana?
- No, mamá. Espero una visita – informó Wendy.
- ¿Una visita? ¿De quién? – se asombró la señora.
- De Peter Pan. Ha prometido venir esta noche – repuso Wendy con naturalidad.
- Supuse que ya no creías en los cuentos de hadas… Bien, quizá debas crecer un poco más.
- Te aseguro que Peter Pan existe, mamá.
- Desde luego. No faltaba más – se chanceó la señora Darling, sonriente, antes de besarla y marcharse.
También se despidió de Juan y Miguel, que, en sus respectivos dormitorios, aguardaban el momento de reunirse con Wendy y su fantástico visitante.
A eso de las diez, se esbozó en el marco de la ventana una silueta inconfundible, la de Peter Pan, seguida de una figurilla fosforescente.
- ¡Silencio, Campanita, no hagas ruido! – dijo Peter Pan a su acompañante, sabiendo que el matrimonio Darling aún no se había alejado lo suficiente.
- ¡Hola, Peter Pan! ¡Cuánto has tardado! – le saludó Wendy, sentada en la cama.
En ese momento, Juan y Miguel irrumpieron en el cuarto como una tromba, exclamando:
- ¿Qué tal, Peter? ¿Nos contarás algo?
- Así es, pero esta noche os propongo algo mejor – dijo Peter Pan, con gesto interesado.- Un viaje al País Imaginario, al País de Nunca Jamás.
- ¡Cáspita! ¡Es una gran idea! – aprobó Miguel.
- Pero ¿Cómo vamos a ir? – objetó Juan
- Volando, naturalmente. Los polvos mágicos de Campanita harán milagro – explicó Peter Pan.
Instantes después, el grupo se echó a volar desde el borde de la ventana, y se remontó sobre las estrellas hacia aquel lugar tan hermoso.
Sentados en una nube resplandeciente, los viajeros contemplaron el País Jamás. Justo bajo sus pies se veía un campamento de indios siox. Algo más lejos, el Lago de las Sirenas; un poco a la izquierda abría su negra oquedad la Gruta de las Calaveras, y, todavía más allá, el navío del Capitán Garfio se bamboleaba entre dos olas.
- ¡Oh, todo esto es fenomenal! – exclamó Juan.
- ¡Gracias, Peter, por habernos traído hasta aquí! - dijo Wendy, la mar de contenta
En aquel momento, el vigía del barco enfocó su catalejo y descubrió a Peter Pan y acompañantes.
- ¡Peter Pan a la vista, Capitán! – gritó el vigía.
- ¿Peter Pan? ¡Preparad los cañones! – voceó el Capitán Garfio, que odiaba al gran personaje.
Peter Pan ordenó a Campanita que acompañase a los muchachos a su gruta mientras él luchaba con Capitán Garfio y sus hombres. Pero campanita, celosa del afecto que Peter mostraba a Wendy, decidió da a ésta un buen escarmiento.
- ¡Seguidme! – gritó Campanita a los muchachos. Bajó deprisa, les perdió de vista, y llegó a su destino con tiempo para advertir alevosamente a los Muchacho Perdidos, que habitaban allí:
- ¡La bruja Wendy ha querido hacerme daño, y está ahí fuera! ¡Salid todos juntos y dadle un escarmiento!
- Sé que tenéis un vuestro poder a mi hija Lily la Tigresa. ¡Devolvédmela, o moriréis a la salida del sol!
Entretanto, Peter Pan y Wendy visitaban el Lago de las Sirenas. Descansaron sobre una roca que emergía dos palmos del agua. Las sirenitas acudieron, y Peter tuvo que contarles sus aventuras.
Un chapoteo le distrajo de su relato; procedía del otro lado de unas rocas. Trepó a ellas, y observó.
Un chalupa se aproximaba a tierra, e iba ocupada por el Capitán Garfio, otro marinero y Lily la Tigresa. Al advertir un peñasco azotado por las olas, el Capitán viró hacia él, y poco tardó la pobre Lily en quedar atada a la roca y lastrada con un ancla oxidada.
- ¡Habla, preciosa! ¿Dónde está Peter Pan?
Exasperado por el mutismo de la joven sioux, pasó a las amenazas.
- ¿Prefieres callarte? ¡Muy bien! Dentro de unos minutos, la marea subirá y morirás. Si la aldea te disgusta, puedes soltarte; el nudo está muy flojo; entonces el ancla te arrastrará hacia el fondo…
- ¡Basta ya de bravatas, Capitán! ¡Aquí estoy! – gritó Peter Pan.
- ¡Estupendo! ¡Ganas tenía de…!
Peter Pan eludió fácilmente sus tajos y estocadas. Al comprobar que todo esfuerzo era inútil, arreció el Capitán en sus ataques, cada vez más irritado:
- ¡Voy a hacer de ti un colador, muchacho!
En un envite de su rival, Peter Pan se apoyó con ambos pies sobre la espada, y el Capitán, perdiendo el equilibrio, cayó al agua. Trabajo le costó aferrarse a la chalupa, entre buches y gogloteos.
Peter Pan y Wendy liberaron a Lily. Lo hicieron muy a tiempo, porque las olas golpeaban ya su rostro.
Poco después, al ver a su hija sana y salva, el Gran Jefe sioux soltó a los prisioneros, les cubrió de regalos y mandó a celebrar una gran fiesta.
Mientras, Garfio, furioso y maltrecho enterado de que Campanita sufría un duro exilio, quiso atacar a Peter Pan de nuevo, y la mandó llamar:
- Mira, Campanita – le dijo-, yo también quiero acabar con Wendy, así que dime dónde está el refugio de Peter Pan, seguro que allí la encontraremos.
La ingenua Campanita cayó en la trampa, y reveló el secreto. Tan satisfecho de su respuesta quedó el Capitán Garfio, que empezó a dar saltos de alegría.
- ¡Ah, Peter Pan, ya eres mío! ¡Te haré pagar cuantas humillaciones me has hecho! – Volviéndose al hada, dijo:
- ¡Je, je, je! Ahora voy a ocuparme de ti, buena amiga ¡A la jaula con ella!
Campanita comprendió demasiado tarde su error, y se puso a llorar amargamente, entretanto, el Capitán Garfio apostaba a sus hombres junto a la entrada de la gruta de Peter Pan.
Wendy y sus hermanos – algo soñolientos ya – decidieron a su casa, se despidieron de Peter Pan, y salieron de la gruta. Los marineros cayeron sobre ellos por sorpresa, atrapándoles al instante.
- ¡Llevadles al barco! – ordenó el Capitán Garfio a sus hombres. Luego, envolvió un curioso artefacto en papel satinado, lo adornó con una cinta de seda y, sonriendo entre dientes, se dijo:
- Te va a gustar el regalito, Peter Pan. ¡Je, je, je!
Entonces se acordó de algo:
- ¡Claro, se me olvidaba la tarjetita!
“Ábrelo a medianoche, Peter. Es una sorpresa de tu amiga Wendy”, escribió en ella, antes de situarla con el paquete en el interior de la gruta y retirarse.
Peter Pan descubrió el objeto minutos después, bien colocado en un rincón. Después de leer la tarjetita, pegó su oído al paquete y escuchó un misterioso tic-tac. Sintió deseos de abrirlo, pero recordó el plazo establecido por “Wendy”: medianoche.
Mientras tanto, el Capitán Garfio tenía ante sí a Wendy y los demás prisioneros, todos bien amarrados al mástil de su barco.
- Dentro de diez minutos, vuestro amigo Peter Pan saltará por los aires en cien pedacitos – se jactó.
- ¡Miente! – le provocó Miguel -. En el fondo, sabe que Peter Pan le dará su merecido, como siempre.
- ¡Cállate, mocoso! – se encolerizó el Capitán-. ¡Esta vez no tiene escapatoria! En cuanto a vosotros, decidid: o os piratas a mis órdenes, o acabáis en el estómago de los cocodrilos.
A todo esto, Campanita intentaba escurrirse entre dos barrotes de su jaula, valiéndose de trucos mágicos. Por fin lo consiguió, y fue a avisar a Peter Pan.
Como Wendy y sus hermanos preferían morir antes que alistarse bajo su mando, el Capitán, lleno de ira, arrojó a la muchacha por la borda. Afortunadamente, Peter Pan llegó a tiempo de salvarla, y, tras detener su caída a ras de las olas, subió con ella a cubierta.
- Su bomba ha estallado lejos de mi gruta, Capitán. Anunció Peter Pan, con expresión divertida.
- ¡Maldito seas!
Un silbido de Peter Pan alertó a los Muchachos Perdidos, que treparon a cubierta y entablaron dura batalla con la tripulación. Por su parte, el Capitán Garfio llevó otra vez de perder. Un empujón de su adversario bastó para arrojarle entre las abiertas mandíbulas de un cocodrilo, bien situado a un costado del barco.
- ¡Auxilio! – gritó el Capitán.
Tanto se recreó el cocodrilo pensando en su exquisito bocado, que algunos piratas, en franca huída, acercaron su chalupa, y libraron al Capitán de una muerte segura. Después, huyeron hacia la costa.
Los vencedores prorrumpieron en vítores, y tomaron posesión del barco pirata. Peter Pan, ciñéndose un viejo sombrero del Capitán Garfio, ordenó de pronto:
- ¡A sus puestos, marineros! ¡El barco va a zarpar! ¡Soltad amarras! ¡Izad el velamen! ¡Levad anclas!
A Campanita, muy arrepentida de sus celos respecto a Wendy, le faltó tiempo para reconciliarse con ella, obtener el perdón de Peter, y rociar el navío con los polvos mágicos necesarios para hacerle volar.
Bajo la luna llena, el barco orientó su proa hacia la casa de los Darling, y se posó en su tejado poco después.
- ¡Adiós, Peter! ¡Adiós, amigos! ¡Ha sido un viaje maravilloso! – corearon Wendy y sus hermanos.
- Pues una noche de éstas volveremos…
Desde el alféizar de la ventana, los tres niños vieron alejarse a la goleta de sus sueños.
James Matthew Barrie

EL FLAUTISTA DE HAMELÍN

Cuento de El Flautista De Hamelín
Ciudades como Hamelín podían encontrarse a miles en el mundo. Ocupaba el centro de un amplio valle rodeado de colinas. Sus habitantes eran agricultores en su mayoría, y vivían humildemente. Durante siglos, nada había turbado la paz del lugar… hasta que surgieron los ratones.
Tales roedores podían contarse en Hamelín por miles, cientos de miles, acaso millones, e invadían los más apartados rincones de la ciudad. Solían comer a todas horas, por eso la emprendieron con cuantos alimentos encontraban. Almacenes, sótanos, despensas y tiendas de todo tipo, fueron por tan terrible plaga.
Incluso los silos donde se almacenaban el grano procedente de las cosechas fueron devastados por los voraces ratones. Aquello significado la ruina completa, el hambre para muchos meses.
- ¡Han terminado con los jamones y quesos que guardaba en el trastero! – se quejaba el vecino.
- ¡Y también con la cosecha de grano que llenaba mi silo! – se lamentó otro.
- ¡No podemos seguir así ni un día más!
- ¡Tienes razón! ¡Hay que hacer algo!
Al principio, los lugareños se dieron a la difícil tarea de cazar a los ratones uno por uno. Empleaban para ello escabas, garrotes, palos y toda suerte de objetos contundentes. Era pintoresco verles correr tras los roedores por calles y plazas, dando más estacazos al empedrado que a sus amigos.
Después, viendo que los resultados eran mínimos, echaron mano de ratones provistas de cepo. ¡Que si quieres arroz! Los animalitos jugaban con ellas y acababan por comerse la madera de que estaban hechas.
- Y a todo esto, ¿Qué hacen el Alcalde y los Concejales para solucionar al problema? – preguntó en voz alta un sufrido ciudadano.
- ¡Nada, como siempre!
- ¡Son unos perfectos inútiles!
- ¡Y encima nos doblan a impuestos!
- ¡Pues es el momento de pedirles cuentas!
- ¡Al Ayuntamiento se ha dicho!
- ¡Al Ayuntamiento! – gritó el pueblo, en masa.
En breves instantes, la Plaza Mayor quedó abarrotada por una multitud indignada y vociferante.
- ¡Salga, señor Alcalde! ¡Le estamos esperando!
- ¡Habrá fraguado algún plan, digo yo!
- ¿Fraguar planes ese borrico? ¡Mucho me extrañaría!
Tal griterío se armó, que el Alcalde hubo de salir al balcón principal. Allí, entre la rechifla general, prometió zanjar el asunto. Por supuesto, nadie le tomó en serio y, al meterse de nuevo en el Salón de Sesiones, la bronca aumentó.
¿Qué podemos hacer para arreglar esto? – preguntó el señor Alcalde a uno de sus Concejales, mientras se enjugaba el sudor de la frente.
- Subir los impuestos para fabricar un millón de ratoneras. Así no escapará ni un solo ratón – sugirió el “cerebro” del Ayuntamiento.
- ¡Animal! Los ciudadanos están arruinados y nos echarían a palos de Hamelín.
- Publicar un bando ofrecimiento una gran recompensa a quien nos libere para siempre de los ratones – aventuró otro Concejal de ojillos inteligentes.
- ¡Hombre, eso está mucho mejor! – aprobó el Alcalde, con semblante repentinamente iluminado.
Así se hizo. En todas las esquinas de Hamelín, incluso en las encrucijadas de los caminos que conducían a la ciudad, aparecieron los anuncios que contenían el suculento reclamo.
Ese mismo día, un caballero alto como un ciprés fue de esquina releyendo el edicto de marras.
Era extranjero, a no dudar, vestía de rojo, y llevaba una flauta en la mano.
- ¿Es cierto que ofrecen una recompensa a quien libre a esta ciudad de los ratones? – preguntó el desconocido, ya en presencia del Alcalde.
- ¡Como lo oye! ¿Por qué? – replicó éste.
- Yo puedo conseguirlo.
- ¿Usted? ¡A ver, explíquese! – gritó el Alcalde, interesado.
- Nada tengo que explicar. Digo que saco los ratones para siempre de Hamelín, y con eso basta.
- ¡Caramba con el señor! – protestó el Alcalde.
- ¿Cuál es la recompensa? – abrevió el otro.
- Esta bolsa llena de oro ¡Mire, mire dentro! Si cumple lo que promete, es suya – aseguró el Alcalde.
- ¡Trato hecho! – dijo el extranjero, por toda respuesta.
De pie, solitario en el centro de la Plaza Mayor, quedó el forastero. Con parsimonia, se llevó la flauta a los labios, e inició los compases de una extraña melodía.
Al influjo de sus alegres notas, los ratones comenzaron a salir de todos los agujeros en racimos cada vez mayores, descuidados de todo riesgo, como hechizados por aquella música nunca oída.
El flautista caminó hacia el exterior de la ciudad, un cortejo millonario en ratones le siguió dócilmente, siempre bajo el dominio de los bellísimos sones. El mago volvía la cabeza de vez en cuando como para ratificar el éxito previsto, en presencia de unos ciudadanos atónitos por código.
Horas después, el último ratón cruzaba la puerta sur de la ciudad, y aquella se cerró pesadamente a sus espaldas. La inacabable comitiva – con el flautista en cabeza – se perdió en el horizonte, para regocijo y pasmo de los pobres lugareños.
- ¡Es increíble el poder de su música!
- ¡Pura brujería, os lo digo yo!
- ¡Bendita sea de todas formas!
El flautista se detuvo por fin a pocos metros de un queso enorme y reluciente que remataba una suave colina. Tendría cinco o seis metros de altura, y exhalaba un tufillo delicioso para los roedores.
Los sones de la flauta se tornaron de repente muy agudos y felibres. Los ratones, al captarlos, acometieron al queso con furia inaudita, y pronto lo recubrieron con sus pululantes cuerpecillos.
El flautista emitió entonces un sonido capaz de atravesar el mundo de parte a parte, y el queso se desplomó súbitamente, convirtiéndose en una masa pegajosa que sepultó a todos los ratones.
Otro sonido aún más penetrante hizo resbalar a la más de queso fundido – con ratones incluidos en las aguas de un río cercano. Ni un solo roedor se libró de morir ahogado.
El flautista regresó a Hamelín con la intención de cobrar su recompensa. Por el camino, se las prometía muy felices:
“Una bolsa de oro da para socorrer a muchos pobres y mendigos. ¿A cuántos de ellos me encontraré por esos pueblos de Dios?” – pensó el bondadoso extranjero, siempre inclinado a la generosidad.
Pero al llegar ante las puertas de la ciudad, notó que seguían cerradas, y su extrañeza fue grande:
- ¡Eh, ustedes! ¡Ya pueden abrir! – gritó a los escondidos vecinos -. ¡Todos los ratones han terminado en el fondo del río!
- ¡Gracias por su amabilidad, forastero! ¡Nos sentimos muy satisfechos de su labor y puede irse cuando quiera! – le contestó el Alcalde, asomándose desde lo alto de la muralla.
- ¿Cómo que puedo irme? ¿Y la recompensa prometida? – se indignó el flautista.
- ¡Ahí va! – vociferó el Alcalde, mientras le arrojaba una moneda de cobre, entre carcajadas de los ciudadanos.
- ¡Eso es una burla intolerable! – exclamó el flautista, alzando su índice acusador.
- ¡Largo de aquí, tunante, si no quieres pasarlo mal! – amenazaron algunos amigos del Alcalde, con acompañamiento de pedradas, botellazos y una lluvia de tomates podridos.
- ¡Pagaréis muy cara esta fechoría! – aseguró el flautista, retirándose prudentemente de allí.
Con airado impulso, alzó la flauta y arrancó los primeros sones de una melodía distinta de la anterior. Bajo su acción, las gruesas puertas de la ciudad se combaron hasta saltar de sus goznes, y dejaron el paso franco a una muchedumbre de niños. Estos, encantados por la música, cruzaron sus umbrales y siguieron al flautista, que, de nuevo, tomó la dirección de las colinas.
Los niños llevaban todavía en sus manos los útiles de trabajo, porque, a diferencia de otros niños del mundo, ellos se pasaban el día trabajando y estudiando, explotados por sus mayores, sin tiempo para jugar y divertirse.
Ni un chiquillo quedó en la ciudad de Hamelín, tal era el poder musical del flautista. De nada sirvieron los gritos desgarrados de los vecinos, llamando a sus hijos para que volviesen:
- ¡No hagáis caso al flautista, regresad! ¡Quiere haceros daño!
La alegre procesión atravesó los campos, entre brincos y danzas, unida por esa magia hecha sonido. La llanura dio paso a la montaña, y el flautista no tardó en detenerse al pie de una inmensa pared rocosa.
- ¡Alto, chicos! ¡Hemos llegado a nuestro destino! – gritó a sus fieles seguidores.
En medio de un silencio general, resonó un golpe de flauta, y la granítica pared giró sobre sí misma, dejando al descubierto una amplia abertura.
- ¡Vamos, entrad! – les invitó al flautista -. ¡Un mundo prodigioso os espera al otro lado!
Algo sugestivo tuvieron que divisar los chavales, porque todos se abalanzaron sobre la negra oquedad, y el flautista sudó para poner entre la concurrencia. Finalmente, cuando todos hubieron entrado, hizo ademán de seguirlo, pero unos gritos lejanos llamaron su atención:
- ¡Eh, buenos amigos, esperadme! ¡Por favor, no me dejéis aquí solo! ¡Ya llego, ya llego! – Se trataba de un niño tullido que andaba con muletas.
Enternecido, el flautista le aguardó, oyó el retrato de su desventura y, poniéndole una mano sobre la cabeza, preguntó:
- Veamos, ¿te sientes mejor ahora?
El niño probó a sostenerse de pie por sus propios medios, y gritó:
- ¡Oh, ya puedo andar! ¡Estoy curado!
- ¡Pues, hala!, sigue a tus compañeros – le invitó el flautista sonriendo.
Apenas transpusieron ambos la entrada de la gruta, un sonido pareció al anterior devolvió la pared a su estado normal. Ningún campesino que pasase junto a ella podría jamás adivinar el secreto que encerraba.
- ¡Y qué secreto, amiguitos! En medio de prados verdes y fuentes cristalinas, se congregaban norias, carruseles, circos de ilusión, verbenas y cuantas diversiones podáis soñar.
Los egoístas ciudadanos de Hamelín lamentaron el resto de sus días el trato dado al flautista. Nunca volvieron a ver a sus pequeños, y, además de tener que encargarse del trabajo encomendado a éstos, vivieron acosados por el pesar y la amargura.
Hermanos Grimm

EL GATO CON BOTAS

EL GATO CON BOTAS
En uno de tantos molinos como hay, vivían un molinero y sus tres hijos. Eran felices porque, si bien no poseían riquezas, tampoco sufrían estrecheces.
El molinero enfermó gravemente un día y, sabiendo llegada su hora, reunió a sus hijos para expresarles su última voluntad.
El primogénito debería quedarse con el molino, el mediano con un asno, y el benjamín tendría que contentarse con el gato. No había más para repartir.
Los muchachos querían entrañablemente a su padre, y presenciaron su agonía con profundo dolor. Al crepúsculo, hubo abrazos de despedida y cariñosas confidencias. Poco después, el molinero murió.
Pasado los momentos más penosos, cada uno hizo balance de su herencia, y nadie quedó satisfecho.
- ¿Qué provecho puedo sacar de un molino tan ruinoso como éste? – se lamentaba el mayor-. Las aspas no giran y los muros se hunden.
- ¿Y de quejas? Pues ¿Qué me dices del burro? Ha nacido cansado y, encima, va para viejo – dijo el mediano.
- Me hace gracia oíros. Por lo visto, creéis que el gato vale más que todo eso- comento el benjamín.
Tras hacer las lógicas comparaciones, quedó muy claro que sólo el hermano menor tenía motivos de queja. ¿Para qué servía un gato? Absolutamente para nada, reconocieron los tres.
Sin embargo, el felino opinaba lo contrario, y así se lo dijo a su amo cuando tuvo oportunidad:
- Si conocieses mis cualidades, no hablarías tan mal de mí.
- ¡vaya!, ¿Qué oigo? – se burlo aquél.
- Lo dicho, yo soy un gato único en el mundo. Dame un sombrero y unas botas, y te lo demostraré-
- ¿Cómo? – pregunto el joven, intrigado.
- Haciéndose muy rico – sostuvo el gato.
- Desde luego, tienes sentido del humor. ¡De acuerdo, tú ganas! – se rindió su amo, pensando que algo podría divertirse con la porfía.
- Valgo más que todo el oro del reino, y pronto me darás la razón – afirmó aún el gato.
Al día siguiente, el felino salió de viaje, provisto del sombrero y las botas cedidos por su amo, además de un saco y una espada.
- ¡Hasta la vuelta, Gato con Botas! – le despidió su amo.
- ¡Adiós, y cuenta ya con una gran fortuna!
A solas en pleno bosque, el Gato con Botas puso en práctica la fase inicial de su plan. Arrancó un puñado de jugosa hierba y lo mezcló con varias zanahorias que había dentro del saco; luego, rodeó la boca de éste con un lazo de cuerda, sujetó el cabo opuesto con una de sus patas, y aguardó la llegada de algún conejo. Había muchos por allí.
No tardó en aparecer un ejemplar de gran tamaño. Apostado tras un árbol, el Gato con Botas le vio acercarse, atraído sin dudad por el olor a zanahorias. Metió por la cabeza en el saco, después el resto del cuerpo, tiró el felino de la cuerda, y ¡zas!, la trampa se cerró sobre el conejo.
Sin pérdida de tiempo, el Gato con Botas se dirigió a palacio. Llegó a su destino sudando la gota gorda, porque el conejo pesaba muchísimo, y pidió audiencia al rey. Fue complacido en el acto.
- Majestad, me siento orgulloso de poder regalaros este conejo de parte de mi señor, el marqués de Carabás – dijo el felino con voz solemne, apenas se vio ante el monarca.
- Agradezco al marqués tan magnífico obsequio – contestó el rey, sin poder quitar la vista del conejo.
En días sucesivos, llovieron sobre el soberano nuevos presentes del “marqués”, liebres, perdices y gansos llenaron las despensas reales, para satisfacción de su majestad, que era un buen gastrónomo.
Tales ofrendas dieron celebridad al marqués de Carabás en el corte del reino, pues su nombre corría de boca en boca unido a toda clase de rumores. El Gato con Botas, atento a las comidillas, decidió poner en marcha la segunda parte de su plan.
Por algunos cortesanos, supo que el rey quería organizar una fiesta campestre a orillas del río. Su hija, la princesa, también asistiría; al parecer, era bellísima.
“Buena ocasión para ponerla en contacto con mi amo”, pensó el gato mientras regresaba al molino.
Asombrado por su relato, el joven quiso meterse en la trama hasta el cuello. Siguiendo instrucciones del gato, se arrojó al agua en el lugar indicado por aquél, y esperó acontecimientos. Después de ocultar sus ropas, el felino acechó la llegada de la comitiva real. Cuando estuvo seguro de poder ser oído, empezó a gritar desaforadamente.
- ¡Socorro, socorrooo! ¡Mi amor, el marqués de Carabás, se estás ahogando!
El rey mandó hacer un alto.
- ¡Unos ladrones han tirado a mí señor al agua, tras quitarle la ropa y el dinero! – explicó el gato-. ¡Salvadle, os lo ruego! ¡No sabe nadar!
Dos robustos soldados rescataron al marqués de las aguas, y un paje corrió a palacio en busca de dignos ropajes para él. Vestido con un traje suntuoso, el joven no desmerecía de su “título”.
- ¡Cuánto me alegro de poder corresponder a vuestra generosidad con este pequeño detalle! – exclamó el rey, al verle ante sí.
- Me halagáis en exceso, majestad – logró balbucir el muchacho.
- ¡por favor, marqués, subid a la carroza de mi hija! – ofreció el monarca, solicitó-. Será un honor para nosotros visitar vuestro castillo.
Quedó de una pieza el joven al escuchar tales palabras ¿de dónde iba a sacar él un castillo? Por fortuna, se acordó del Gato con Botas, y todo lo fió a su atrevimiento.
Mientras la princesa mostraba su simpatía hacia él, nuestro portentoso gato se adelantaba a la comitiva, en lucha contra el tiempo.
Fértiles campos de cultivo se extendían a ambos lados del camino, y dos labriegos trabajaban en la recolección del trigo muy cerca de sus linderos. Al distinguirlos, el Gato con Botas tuvo una certera ocurrencia. Aproximadamente a ellos, desenvainó su espada y, con gesto agresivo, les conminó:
- ¡Por vuestro bien, prestad mucha atención!
- ¡Ha… hablad, buen! – tartamudeó el más amenazado -. ¡Somos todo oí… oídos!
- El rey está a punto de pasar por aquí, y preguntará a quién pertenecen estos campos. Si le contestáis que su es el marqués de Carabás, tendréis una bolsa de oro en breve plazo; si se os ocurres responderle otra cosa, sufriréis el rigor de mi acero. ¿Entendido?
- ¡Ssí, sí! – afirmó el labriego, pálido
El Gato con Botas desapareció camino adelante.
Complacido por el aspecto que ofrecían aquellas mieses, su majestad hizo bueno el pronóstico del felino, y los labriegos, sumisos, le dijeron:
- Estas tierras pertenecen al ilustre marqués de Carabás, señor.
El rey se acarició el bigote repetidamente, como si pensase que un noble tan magnánimo y considerado no debía permanecer ajeno a su corte por más tiempo.
El Gato con Botas se dirigía, mientras tanto, a un espléndido castillo no muy distante de allí. Según habladurías de la gente, lo habitaba un ogro muy rico, poseedor además de singulares dotes: era capaz de transformarse a voluntad en cualquier animal. Pensó el felino que mucho partido podía sacarse de esto, y allá que fue, tan audaz como de costumbre,
Un agrio vozarrón contestó a sus golpes en la puerta del castillo:
- ¿Quién va?
- ¡Abrid a un admirador vuestro, señor!- gritó el Gato con Botas.
El ogro le dejó pasar, aunque no de buen talante; le fastidiaban los visitantes inoportunos. Indicando con un gesto que se acomodarse en el sillón más a mano, fue derecho al grano:
- Bueno, dime lo que quieres, ridículo gato.
- Veréis, señor. He oído contar tantas hazañas de vos, que deseaba conoceros personalmente.
- Muy bien, ya me has conocido, y ahora… - se impacientó el ogro, resuelto a abreviar la entrevista.
- ¡Sin embargo, se os atribuyen prodigios difíciles de creer! – aceleró el gato, viendo que se le escapaba la iniciativa.
- ¿Cómo, por ejemplo? – se picó el ogro,
- Que podéis convertiros en cualquier animal.
- ¡Eres demasiado escéptico y cretino! – bramó el ogro atosigándole.
- Tal vez, señor – repuso el gato.
- ¡Volverme tigre, león, elefante o dinosaurio, es pan comido para mí!
El ogro hizo unos visajes rarísimos con la diestra y, al momento, se transformó en un león de monstruosa bocaza y abundante melena. Volcado sobre la mesa del comedor, abría sus fauces como si deseara tragarle de un bocado. El Gato con Botas, espantado, se escudó tras el sillón.
- ¡Está bien, está bien! ¡Me rindo! – admitió
El ogro recobró al punto su estado natural, y le miró con los ojos coléricos.
- ¿Satisfecho?
- Casi. Aún me falta comprobar que podéis convertiros también en un animal pequeño.
- ¿Hormiga, ciempiés, ratón? – le espetó el ogro, ansioso por acabar cuanto antes.
- ¡Ratón! – exclamó el felino, jubiloso.
Esta vez recurrió el ogro a otros gestos muy curiosos. Un arqueo de cejas, un estirón de quijadas, y el ratoncito surgió en su lugar.
Al detectar la presencia de su enemigo natural, el roedor quiso escapar hacia la puerta del salón. El gato, alerta desde mucho antes, esgrimió su espada contra él, dispuesto a liquidarlo, y le atravesó de brillante estocada.
- ¡Caíste en la celada, ogro torpón! – exclamó el felino, victorioso.
Resonaron a lo lejos cascos de caballos. Sonrió el gato, al pensar en los apuros que estaría pasando su amo, ignorante de que el castillo se hallaba efectivamente a su disposición.
- ¡Bienvenido, majestad, al castillo del marqués de Carabás! – saludó el gato, con una graciosa reverencia.
- No hay en todo el reino fortaleza tan inexpugnable como ésta, si exceptuamos mi palacio, por supuesto- comentó el soberano, gratamente sorprendido.
A sus espaldas, la princesa sonreía de gozo, y el marqués se ponía de todos los colores, incapaz de entender lo sucedido. ¡Diablo de gato! Movió la cabeza, aturdido. Sin lugar a dudas, sería el marqués de Carabás el resto de su vida.
Al parecer, el ogro esperaba invitados, ya que había dispuesto un opíparo banquete. El Gato con Botas aprovechó la ocasión para festejar debidamente a los recién llegados, y sellar así el destino de su amo.
A los postres, el rey observó las carantoñas que marqués hacía a su hija, y sugirió amablemente:
- Si lo que deseáis es casaros, desde ahora tenéis mi consentimiento.
- Gracias, majestad. Precisamente iba a solicitaros la mano de la princesa.
La boda se celebró a los pocos días.
Jamás llegó a conocer el marqués las artimañas usadas por el felino. Desde luego, nunca ha habido gato tan inteligente.
Charles Perrault
 

Seguidores

Lugares de donde nos visitan


Directorios

planetaperu.pe
estamos en
PlanetaPeru
La Libertad

Directorio de Blogs Academics Blogs
Academics Blogs Peru Blogs Free Automatic Link Cárdenas.net Web Link Exchange Text Backlink Exchanges Soqoo Link Exchange Directorio Web - Directorio de Páginas Webs Intercambio de enlaces Free Backlinks top backlinks referers free Intercambio gratis de Enlaces Blogalaxia



Cuentos de Don Coco Copyright © 2009 Community is Designed by Bie