La Caña y el Viendo dos grandes compañeros

El viento, que siempre ha sido bastante juguetón, un día pasó por allí y viéndole tan solitaria, decidió darle un buen susto.
Primero, sopló con fuerza alrededor de la caña, pero ni siquiera logró despeinarle las hojas. Después, subió y subió para lanzarle luego en picada sobre ella, pero la caña seguía erguida, como si nada ocurriera. Entonces, el viento se puso a danzar por todas partes, silbando y haciendo sonar las piedras; pero la caña, delgada, valiente y tranquila se inclinó ante él y se lo tragó de un bocado.
Los esfuerzos del viento por tratar de salir se convirtieron en sonidos, que se fueron trenzando hasta armar un dulce y extraña melodía. Así nació la música del viento.
Al viento le agradó mucho aquella música. Desde entonces, acostumbra bajar al cañaveral o quedarse cerca de él. Se esconde entre las ramas para sorprender a la caña y meterse en ella cuando bosteza. De vez en cuando, toma el dulce perfume de las flores para llevárselo a su amiga, la caña.
Una niña andaba por aquel lugar y escuchó una música nueva y maravillosa. Se acercó intrigada. Creyó que el gorrión había inventado un nuevo canto. Cuando puso más atención, descubrió el secreto que tenían la caña y el viento.
Cortó un pedazo de caña y se puso a soplar del agujero para sacarle nuevos silbidos y quejas. La niña empezó a amar, en seguida, aquella música. Tomó una, dos, tres… ocho cañas, de todos los tamaños, las ató y armó una antara.
Y llamó al viento… pero al viento que había encontrado en su corazón.
Desde ese día, lleva al cañaveral y al viento en su bolsillo.
De vez en cuando, se la oye cantar esta melodía:
“Cuando el viento duerme
entre las flores;
y se callan los ruiseñores,
mi antara
empieza a regalarme
canciones”.
Arturo Vergara.
