22/08/2010

EL CONDE CONDENADO - RICARDO PALMA

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EL CONDE CONDENADO
Vivía en el Cusco un acaudalado vástago de conquistadores, quien junto con valiosas propiedades rusticas y urbanas heredó el título de conde. Por irreligioso y avaro era su señoría mal querido del pueblo.

En una de sus haciendas, y con escaso salario, tenía por administrador a un honradísimo asturiano, infatigable para el trabajo e incapaz de ensuciar su conciencia sisando una peseta.

El administrador no tenía más pasión que criar gallinas y palomas, para cuya manutención tomaba todas las mañanas de los bien provistos granaderos de la casa, una ración de maíz y otra de trigo. Todo ello importaba casi un real diario.

Cinco años llevaba de ejercicio en su empleo sin haber dado el menos motivo de queja al conde; cuando enfermóse el buen mayordomo, vino el físico o matasanos, le examinó la lengua, y haciendo un mohín declaró que no había sujeto, o lo que es lo mismo, que el doliente se marchaba por la posta. Nuestro español pensó entonces en presentarse ante Dios con el pasaporte en regla y, para que los refrendase como manda la Iglesia, hizo venir a un franciscano que gozaba fama de sanidad. En la confesión asaltólo el escrúpulo de que durante cinco años había estado disponiendo, sin la voluntad del patrón, de una cantidad de trigo y maíz, cuyo importe valorizaba en un real diario.

Al lado de la enormidad de su delito, los robos de Dimas y Gestas, crucificados por ladrones, no pasaban de travesuras propias de los angelitos que Herodes condenó a la degollina. En vano se esforzó el sacerdote en persuadirlo, que lo que tanto le escarabajeaba la conciencia, apenas si podría entrar en la categoría de pecadillo venial. Nuestro hombre era asturiano, o lo que es igual, duro de cabeza, y para morir tranquilo exigió del confesor promesa de verse con el conde y alcanzar de él amplio perdón. Ofrecióselo así el franciscano, y entonces el mayordomo cerró el ojo, y liviano de culpas y remordimientos echóse a dormir el sueño eterno en paz y a salvo con la conciencia.

Pocos días después, fue el fraile a casa del potentado y hablóle de la humilde pretensión que le encomendara el difunto.

- ¿Caracoles? ¿Con que esas teníamos? ¿Conque ese tagarote me robaba un real al día? ¡Y cinco años duró la ganga! Métale pluma, padre, métale pluma… Las cuentas claras y el chocolate espeso ¡Cien duros mal contados!
- ¡Ah ladrón! ¡No te perdono! ¡Y luego se ha muerto por o pagarme, y para mayor burla manda a su reverencia a que me lo cuente! ¡Vamos, no lo perdono!
Su señoría se exaltaba cada vez más, y juraba que no perdonaría nunca al que tuvo la desvergüenza de morirse sin pagarle siguiera los cien duros.

Despidióse el franciscano espantado ante avaricia tamaña, y echóse de casa en casa a pedir limosna. La caridad de los cusqueños no desoyó la súplica del santo religioso, y al día siguiente presentóse éste en casa del conde y le entregó los cien duros.

- ¡Vaya! De mal, el menos. Ese pícaro ha vuelto por su honor. Puede su paternidad mandarle mi perdón por el correo con el primer pasajero que despache para la otra vida.

Un año después no había sitio ni para una paja en la iglesia de Santo Domingo del Cuso, tanta era la gente allí una mañana. No sólo el pueblo, atraído por la curiosidad, sino lo más graneado del vecindario concurría a los funerales del nobilísimo conde.

Multitud de plañideras esperaban en el atrio la salida del cortejo fúnebre para gimotear, accidentarse y lucir las demás habilidades de su oficio. Habían sido bien pagadas para esto y querían ganar en conciencia la pitanza.

Pero en el momento en que los sacerdotes despedían el cadáver y, el oficiante hacía uso de la caldereta y del hisopo, rociando al difunto con agua bendita, estalló gran tumulto y la gente corrió en todas direcciones. El ataúd quedó abandonado.

Un perro rabioso había entrado en el templo, y lanzándose sobre el cadáver lo destrozó horriblemente.

El pueblo vio en este suceso una manifestación de la justicia divina, que castigaba así al que no supo perdonar.

En el Cusco hay, desde ese día, una casa a la que llaman la casa del Conde condenado.
Tradición de Ricardo Palma, escritor peruano (1833 - 1919)

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