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CUATRO OJOS

CUATRO OJOS
Si alguna vez has visto a un niño con cuatro ojos… esta es la increíble historia de Casimiro Pocacejas, quien además de sus dos ojos, consiguió de un solo parpadeo dos ojos extras.

- ¿Qué será aquello que se mueve por la ventana? ¿Será una rana o una cama?
- ¿Qué será aquello que escribió la maestra en el pizarrón? ¿Será un canelón o un melón?
- ¿Qué será aquello que guardo mamá en la cocina? ¿Será una tina o la Cristina?
Y así pasaba los días, dale que te dale, Casimiro Pocacejas averiguando “¿Qué será aquello que…?” hasta que un día lo llevaron al oculista.
- A,C… no, se es O.
- J, ah, no, es i – leía o se intentaba que leía nuestro amigo Casimiro.

Y casi volvía a preguntar: “¿Qué será aquello que…?”
Pero la respuesta fue tajante.
- Señora, de ahora en adelante su hijo tiene que usar anteojos.
- ¡Horror! ¡Terror! Yo, ¿usar anteojos?
Y a los pocos días, ahí estaba Casimiro, sacando de su mochila un par de anteojos.

Pero poco tuvo que esperar para recibir de sus amigos una lluvia, o más bien una tormenta de exclamaciones:
- ¡Anteojudo!
- ¡Ciego, ciego de remate!
Y lo peor:
A Casimiro ya no le eran suficiente sus dos ojos para llorar… ¡Lloraba y lloraba… a cuatro ojos!
- ¡Ponte los anteojos! – ordenaba la mamá.
- ¡Que no se llevó los anteojos al colegio! – chillaba el hermano.
Hasta que un día, ya no pudo más, y esta triste historia contó a la mamá.
Y esta triste historia contó la mamá al papá. Y esta triste historia contó el papá a la maestra. Y ante esta triste historia, la maestra exclamó:

- A ver, a ver, ¿Qué tiene de malo ver?
Y los niños respondieron:
- ¡Nada que ver!
Pues entonces, ¡dejen a Casimiro ver!
- ¿A cuatro ojos? – preguntaron los traviesos.
- Sí, a cuatro ojos:

Un ojo para hacer guiños,
dos ojos para ver a los niños,
tres ojos para verse lindo,
y cuatro ojos para distinguir tu cariño.

Y de la noche a la mañana, como una palangana de agua fresca, los colores hablaron, las formas cuchichearon y las caras expresaron… todo lo grande, todo lo bello, lo pequeño y lo raro que hay en el mundo.

Casimiro mantenía sus cuatros ojos abiertos, ¡perdón! Sus dos ojos y su par de anteojos, preparados para ver: personas, dibujos, colores, tamaños, figuras y ¡mucho más!

Ahora veía, veía, leía y aprendía y, por lo tanto, ¡qué feliz se sentía!
Y los traviesos amigos de Casimiro, al ver que realmente veía, descubrieron sus ventajas cuando:
- ¡Metió un gol al ver la pelota!
- ¡Encontró el lente de contacto de la maestra!
- ¡Sacó 20 al copiar la tarea del pizarrón!
Y ¿Por qué no decirlo?, aceptó que de vez en cuando le dijeran al oído:
- ¡Mira, cuatro ojos!
- ¡Total, esa es una parte de mí!

Carola García De Muñoz

UN ELEFANTE Y MUCHAS HORMIGAS.

UN ELEFANTE Y MUCHAS HORMIGAS.
Un día el elefante, cansado de ver tantos elefantes, decidió viajar al país de las hormigas. Como era un extraño, el elefante quiso conocer el famoso museo de hormigas, y como quedaba muy, muy lejos, tuvo que tomar el autobús.
Pero al subir al autobús chiquitito de las hormigas, lo partió en cuatro. Las ruedas volaron por el aire, las ventanas giraron como ventiladores, el techo se estropeó, los boletos se convirtieron en papel picado. Las hormigas, enojadas, llamaron a toda la población. Gritaban: “¡Esto no puede ser! Que nosotras mismas rompamos nuestros autobuses no es tan grave, pero que un extraño del país de los elefantes venga a destrozar nuestros autobuses es vergonzosos, increíble y catástrofe”. El elefante o sabía qué decir. Bajaba la trompa para disculparse, pedía perdón en todos los idiomas que sabía.
Mientras el pobre seguía disculpándose, las hormigas, enormes caravana, treparon por sus patas, le invadieron el lomo, la trompa, la cabeza y las pestañas.
El elefante, confundido y sin saber qué hacer, les expidió que él solo había querido conocer el famoso museo de las hormigas. Luego, se puso a caminar. Las hormigas que llevaba encima se quedaron mudas se sorpresa…
Margarita Belgrano.

LEYENDA PERSA

LEYENDA PERSA

Astor, poderoso rey de Persia y de las grandes llanuras del Irán, cuyo sobrenombre era “El Sereno”, escuchó decir que el verdadero sabio debía conocer perfectamente la parte espiritual y la parte material de la vida.

Mandó llamar a los tres mas grandes sabios de Persia y les entregó a cada uno de ellos dos dinares, diciéndoles; “En este palacio hay tres salas iguales y vacías, cada uno de ustedes quedará encargado de llenar una de ellas, pero para esta tarea no podrán gastar más de los dinares”.

Los tres partieron a cumplir la misión que le había encomendado el caprichoso gobernante. Horas más tardes regresaron los tres sabios.

El rey, interesado por saber la solución del problema, le preguntó a un sabio cómo había resuelto dicha misión.

- Con los dos dinares que usted me dio, compré varios sacos de heno y la sala está completamente llena, del suelo al techo, como usted quería – Dijo el primero.
- ¡Muy bien! Exclamó el monarca, tu solución estuvo bien imaginada, conoces, según mi opinión, la parte material de la vida y podrás enfrentarte con éxito a los problemas que la vida te depare.
El segundo sabio, luego de saludar con reverencia al monarca, le manifestó: de los dos dinares que usted me dio, sólo gasté medio dinar, con ese dinero compré una vela y la encendí en la sala vacía. Ahora podrá usted majestad observar que la sala está llena de luz.

- ¡Bravo! Has tenido una solución excelente, la luz simboliza la parte espiritual de la vida. Tu espíritu se halla dispuesto a enfrentarse con todos los problemas de la existencia, desde el punto de vista espiritual exclamó el rey.
Por último, le tocó el turno al tercer sabio y le dijo:
- La sala que me diste no estaba completamente vacía, ya que estaba llena de aire y de oscuridad, y por ese motivo tomé un puñado de heno en mis manos y lo que quemé con la vela de la segunda sala y con la humareda que había llené íntegramente toda la sala y conservo los dos dinares que me dio.
- ¡Extraordinario! – Exclamó el rey Astor – Eres el más grande sabio de Persia y tal vez del mundo ya que has sabido unir con habilidad lo material y lo espiritual para obtener la perfección.

Fragmento de “El Hombre que Calculaba” Malba Tahan.

ALICIA EN EL PAIS DE LA MARAVILLAS.

ALICIA EN EL PAIS DE LA MARAVILLAS.
Sucedió una tarde calurosa de verano. Cerca del lago Esmeralda, una joven y su hermana pequeña se sentaron a la sombra de dos árboles grandes.
- Aquí estaremos bien – dijo Ana, la mayor.
- Sí, y la vista es muy bonita – admitió Alicia.
La niña, con expresión soñadora, contemplaba el revoloteo de los pájaros; Ana, en cambio, tenía ganas de hacer cosas, y sacó el texto de Historia, verdadera pesadilla de su hermanita.
- Hoy nos toca repasar las lecciones cinco y seis.
- ¡Qué fastidio! – se quejó Alicia.
Poco le importaban a Alicia las hazañas de los etruscos, de modo que se dejó mecer por el run – run de su hermana, la caricia del viento y el chapoteo de las aguas del lago; se quedó profundamente dormida.
Distinguió Alicia la figura de un conejo blanco que corría. Su mano izquierda portaba un paraguas, la derecha sostenía un reloj despertador.
- ¡Llego tarde, llego tarde! – repetía el conejo.
Fascinada por su aspecto, Alicia le siguió, inventando a Dinah, su gato, a hacer lo mismo. ¿Adónde iría el conejo? Seguramente a una fiesta de gran gala…
- ¡Fíjate, Dinah! ¡Se mete en aquel árbol! – exclamó Alicia, al ver que el conejo desaparecía por un agujero abierto en el tronco de un castaño.
El gato, poco amigo de jaleos, no quiso aventurarse por allí.
- Está bien, Dinah. Seré yo quien se arriesgue. Si al cabo de una hora no he salido, da la voz de alarma.
Se asomo al interior del tronco, y no vio nada porque la oscuridad era total. Decepcionada, balanceó su cuerpo hacia adelante con demasiado ímpetu, perdió el equilibrio… ¡y cayó por un abismo sin fin!
Cerró los ojos y, al abrirlos de nuevo, distinguió una sala de grandes dimensiones. Se puso a caminar al azar, y pronto dio con una puerta de roble que permitía el acceso a un pasillo. En uno de sus recodos, divisó al conejo blanco y salió en su persecución. Al fondo, muy lejos, el conejo blanco se introdujo por una puerta pequeñísima, y desapareció.
La niña, demasiado grande para entrar por ella, contuvo un grito de rabia- giró en redondo, y miró por doquier. Debajo de la única mesa que había en la sala, vio una caja entreabierta con un rótulo que decía: “Cómeme”. Volcó su contenido – una galleta corriente – y cumplió la recomendación. Al punto, sintió que aumentaba de tamaño. Cuando dejó de crecer, veía la mesa tan abajo que sufrió vértigo.
- ¡Oh, qué mala pata! ¡Ahora no podré salir jamás de aquí! – gritó pesarosa.
Allá lejos, sobre la mesita, creyó ver un frasco azul con una etiqueta que decía: “Bébeme”. Por fin, cuando sus lágrimas cesaron, volvió a fijarse en el frasco y decidió probar. De un trago, apuró el brebaje. Al instante, se sintió menguar con rapidez.
En un principio, supuso que recobraría su tamaño normal, pero la boca del frasco subía hacia ella y pronto comprendió que iba a caer dentro.
Así sucedió, en efecto, y Alicia quedó reducida a una pobre figurilla encerrada entre cristales.
Un extraño bamboleo empezó a marearla. ¿Qué era aquello? Miró con atención a su alrededor, y descubrió el motivo de su malestar: ¡el frasco era arrastrado hacia la puerta por una gran corriente!
Sus lágrimas de antes eran el origen de la inundación. Lo que a escala normal debían ser simples gotitas en el suelo, se convirtieron en un impetuoso raudal al proceder de una gigantona como ella. La puerta, diminuta a su llegada, parecía enorme ahora.
Hubo un choque violentísimo, y la niña salió despedida del frasco, justo hacia la cerradura. Su cuerpecillo, a merced del líquido rugiente, transpuso la entrada y se aproximó a una especie de cascada. Atrás quedaban el frasco, la puerta y su cerradura.
El salto por la cascada introdujo a Alicia en el País de las Maravillas, un mundo de magia y color, donde nada era imposible.
Su inmersión en la Charca de las Ostras duró breves segundos, los suficientes para admirar a un corrillo de ostras verdaderamente chocante. Dichos animales, provistos de conchas semejantes a cunitas de bebé, escuchando las historias de una ostra gigante.
Alicia nadó en aquellas aguas sin dejar de preguntarse sobre las ostras. Cuando ganó la orilla, divisó un pelícano que reía sin motivo aparente. Algo más lejos, varios cangrejos cuchicheaban sobre ella, como extrañándose de su presencia.
Un pajarraco se subió a un peñasco y llamó a los presentes a grandes voces. Fumaba de su pipa, y vestía ropas anticuadas. En pocos momentos, le rodearon animales de todas clases que, bajo su dirección, rompieron a cantar y a bailar alegremente.
- Son simpáticos, pero dicen bobadas – comentó Alicia en voz alta, tras escucharles un buen rato -.
Más me valdrá seguir adelante; lo mismo encuentro la manera de volver a mi estatura normal.
Se internó en un jardín poblado de flores y plantas maravillosas; dada su propia pequeñez, le parecía enorme. Algo más allá, varios caballitos voladores vigilaban el inicio de un sendero empedrado de oro, que conducía al Estanque de los Prodigios.
- ¿Qué bonito sois? – exclamó Alicia, aproximándose a ellos, y observó que todos acupaban un balancín de nácar, similar a una mecedora sin respaldo.
- ¡Es verdad! – dijo alguien. Se volvió, y halló una mariposa deslumbrante, cuyas alas eran inmensas.
- ¿Quién eres? – preguntó cordialmente Alicia.
- La Mariposa Modelo de este jardín, para servirte.
- Como veo que eres de fiar, voy a pedirte un favor:
Mira, estoy buscando huna hierba, una planta, o algo que me permita recobrar mi tamaño normal. ¿Podrías aconsejarme? – rogó Alicia.
- Sígueme – dijo la Mariposa Modelo.
No tuvieron que desplazarse mucho, pues el hongo escogido por la Mariposa Modelo crecía tras la primavera revuelta del sendero. Alicia trepó a él ágilmente.
- Si comes de ese lado, crecerás; si del otro, menguarás de tamaño. Como desconozco la dosis que te conviene, prueba uno y otro hasta lograr tu talla.
La niña comió del borde indicado en primer lugar, y creció mucho más de lo necesario; tomó una pizca del borde opuesto, y mejoró bastante la cosa. Nuevos tientos la dejaron en su tamaño exacto.
- ¡Ya está! – exclamó Alicia, satisfecha.
Por lo que pudiera suceder en el futuro, se guardó sendos trocitos de hongo en el bolsillo de su delantal. Se despidió, agradecida, de la Mariposa Modelo, y reanudó sus exploraciones por el País de las Maravillas.
El acceso al Estanque de los Prodigios estaba prohibido, y Alicia escogió otro sendero. En uno de sus recodos, tropezó con la pareja más chocante que podáis figuraros: Sombrero Loco Y Liebre de Marzo.
Ambos lo pasaban de órdago, a juzgar por sus continuas risitas y chistes. Sombrero Loco servía litros de té a la liebre, y está le correspondía con canciones disparatadas.
- ¡Hola, hermosa niñita! – saludaron al verla- ¡Ven a tomarte una taza de té con nosotros!
- Sois muy amables – agradeció Alicia - ¿Qué estáis celebrando?
- Muchas cosas a un tiempo. Nuestra alegría de vivir, la belleza del paisaje, y el “no - cumpleaños” – explicó Sombrero Loco, sonriente.
- ¿El “no cumpleaños”? – se extrañó Alicia.
- ¡Claro, nena! Durante el año hay un cumpleaños y trescientos sesenta y cuatro “no-cumpleaños”. ¿Por qué celebrar sólo el primero?
A la taza de té ofrecida, se sumaron muchas otras, bien aderezadas con tonterías, adivinanzas del mas gusto, e, incluso, bromas pesadas a costa de ella. Como es natural, Alicia se hartó muy pronto de la fiesta.
Un laberinto de caminos se abrió poco después ante ella, componiendo dibujos que recordaban a los signos de una baraja. Rombos, corazones, tréboles y picas se sucedían con orden.
Naipes encontró algo más lejos, vivos y emprendedores como criaturas humanas. Brocha en mano, pintaban de rojo las flores de un rosal.
- ¿Por qué hacéis eso? – les preguntó Alicia.
- La Reina es muy caprichosa, y ahora se le ha puesto entre ceja y ceja llenar su cámara de flores rojas – repuso un naipe, observándola de reojo.
- Pero habrá en otro sitio – se figuró ella.
- Ni una sola. Hasta ayer mismo, las odiaba.
- Yo no haría caso a una señora tan chalada- opinó Alicia.
- Porque no la conoces – afirmó el as de trébol.
- Tiene por costumbres cortar la cabeza a los rebeldes. O le llevas la corriente, o estás perdida.
- Lo que digo, tenéis por Reina a una mentecata – insistió Alicia, mientras cogía una brocha abandonada, y se unía al grupo de pintores.
A punto ya de concluir su tarea, oyeron el rumor de pasos marciales que se acercaban.
- ¡La Reina! – gritó el dos de rombos.
Tras el escuadrón de escolta, surgió un conejo blanco provisto de un trompeta. Alicia le reconoció inmediatamente. ¡Era el que la indujo a meterse en el hueco tronco del árbol! Al ver sus ínfulas de heraldo de la Corte, entendió el motivo de sus prisas: temía llegar tarde al acto que ahora iba a desarrollarse, descuido que tal vez le habría costado el cuello.
Su agudo toque de trompeta ensordeció a los presentes. Después, con voz estentórea, anunció:
- ¡Su serenísima, graciosa, ilustre, sublime y excelsa Majestad… La Reina de Corazones!
Se trataba de una mujer gorda, feísima y huraña a más no poder. Desde un principio, cayó mal a Alicia, y se ofendió por el desparpajo con que ésta le hablaba.
Alicia admitió que sabía jugar al croket, deporte favorito de la Soberana. La partida entre ambas se hizo obligaba… con todas las ventajas para Su Majestad.
Se preparó todo lo necesario. Flamencos rígidos como postes hacían de mazos; las pelotas eran obedientes erizos, y los aros, simples naipes arqueados.
Ni que decir tiene que Alicia siempre cargada con el peor material disponible. Su “mazos” se volvían blandos a la hora de golpear la “pelota”, y ésta daba tumbos por la hierba en vez de rodar; y cada lanzamiento suyo encontraba un “aro” huidizo.
La Reina de Corazones tenía que ganar la fuerza, pero antes de finalizar la partida rodó al suelo con su fofa mole. Tanto impulso quiso dar Su Majestad al golpe, cayó arrastrada por su propia fuerza.
- ¡Aaaay! – gritó la Soberana, al despanzurrarse-. ¡Daré trabajo al verdugo! ¿Quién ha sido el culpable?
Alicia estalló en sonoras carcajadas, incapaz de contenerse. No sentía miedo ante el poder real.
- ¡Has sido tú! – aulló la gorda, al verla reír-. ¡Qué le corten la cabezaaa!
- - ¡Yo no he sido! – protestó la niña -. ¡Además soy extranjera y tengo derecho a un juicio!
- ¡Sí, muy bien, un juicio! – palmoteó el Rey consorte, con cara de niño.
La Reina de Corazones, juez, jurado, fiscal y abogado defensor a la vez, emitió su sentencia un minuto después de haber comenzado la sesión:
- En vista de las pruebas presentadas, considero mi deber condenarte a muerte.
- ¿Qué pruebas ni qué deber? ¡Esto es una comedia! – gritó Alicia, poniéndose en pie.
Sin esperar a más, Alicia aprovechó la confusión para huir. Los soldados no pudieron capturarla, y ella corrió a través de los setos, envuelta en una niebla cada vez más espesa.
La niebla se hizo muy densa, y ella se sintió caer por un abismo profundo. Imágenes y rostros del País de las Maravillas danzaban a su alrededor…
- ¡Alicia, despierta! ¡Alicia! ¡Alicia!
Un último parpadeo, un primer sobresalto, y Alicia dejó atrás su más hermoso sueño. Fuera, aguardaban Ana, los árboles cercanos a su hogar y su libro de Historia.
Charles Lutwidge Dodgson

EL SASTRECILLO VALIENTE

EL SASTRECILLO VALIENTE
En la soledad de su taller, el sastrecillo Miguel cosía unos jubones de encargo con cara de pocos amigos. La culpa de su enfado se debía a un enjambre de mocas, que zumbaba en torno suyo.
En pleno verano, a treinta y muchos grados, Miguel debía trabajar a destajo sin un mal ventilador que viase su sofoco. Y encima las moscas.
Corrian tiempos de miserias, y él tenía que trabajar catorce horas diarias paro poder llevarse a la boca un mendrugo de pan y vestir ropas muy pobres.
Además, el país donde vivía Miguel atravesaba una racha espantosa: había un gigante invencible que destrozaba ciudades enteras de un simple manotazo. Tan formidable criatura era el terror de la nación. Con sus pisadas, arrasaba casa, campos de cultivo y fortalezas sin que los ejércitos se Su Majestad pudiesen inquietarle.
En cada esquina del Reino apareció un bando con la efigie del gigante, prometiendo recompensas de hasta un millón de escudos de oro al primero que lograses capturarle, vivo o muerto. A pesar de tan tentadora oferta, nadie se atrevió a intentar la hazaña.
- ¡Acabaremos todos arruinados! – se lamentó un ciudadano, junto a la ventana de Miguel.
- ¡Dicen que mide más de veinte metros de altura, y reúne la fuerza de un ejército! – aseguró otro.
Miguel permanecía ajeno a tan gran tragedia nacional. En ese instante, sólo le preocupaba un problema: las impertinentes moscas.
Harto ya de soportarlas, asió dos cazamoscas que tenía a mano, acechó con ellos a sus enemigas, y, descargando un golpe en el aire, mató a siete de una vez.
- ¡Siete de un golpe! – exclamó, jubiloso.
A todo esto, sus vecinos seguían dando vueltas al tema del gigante, cerca de la ventana.
- Ha arrasado siete granjas.
- ¡Eso no es nada! De siete tragos, ha vaciado otros tontos lagos
- ¡Siete! ¡He matado a siete de un solo golpe! – voceó de repente Miguel, asomándose a la ventana.
- ¡Siete! ¡No es posible! – exclamó uno.
- ¿Y de un solo golpe? – intervino otro.
- ¡Como os lo digo! – afirmó Miguel.
- ¡Memorable!
La noticia corrió como un reguero de la pólvora por todo el Reino, llegó a oídos de los ministros, y, por último, al Rey. Este, sentado en el trono, se mesó la barbilla, sorprendido.
- De modos que siete gigantes de un solo golpeo – comentó, al fin.
- Eso es, Majestad – afirmó su Primer Ministro – Creedme, únicamente él puede salvar vuestro Reino.
- ¡Pues traedle inmediatamente a mi presencial! – ordenó el Rey-.
Quiero escuchar de sus propios labios tan prodigiosa historia.
Desde luego, el sastrecillo no entendió para qué le llamaba el Rey. Sin embargo, acudió a Palacio devorado por la curiosidad.
- ¿Es cierto que mataste siete de un solo golpe? – le preguntó el Soberano, apenas le tuvo delante.
- Sí, Majestad, con estas manos.
- ¡Es una cosa increíble! ¡Cuéntamelo todo desde el principio!
Dando rienda suelta a su imaginación, Miguel supo aderezar el relato con emoción. El Monarca, completamente absorto, brincaba en el trono a impulsos de su interés.
- …y no me daban tregua. Si uno me atacaba por la izquierda, otro lo hacía por la derecha, si el de más allá por delante, el de más acá por detrás. ¡Total, que estaba perdido! Tan al me vi que…
- ¿Qué, qué paso? – le apremió el Rey.
- ¡Pues lo dicho! Les aticé un tremendo golpe, y los siete cayeron a mis pies, sin vida, hechos polvos.
- ¡Soberbio! ¡Fabuloso! ¡Fantástico! – gritaron cuantos nobles cortesanos abarrotaban el Salón.
- Eres un héroe, te daré la mano de mi hija, matagigantes, si… - exclamó el Rey, poniéndose en pie.
- ¡Pero, Majestad, si yo…!
- ¡No hay peros que valgan! ¡Además, te llevarás el millón de escudos de oro cuando captures al gigante! - refrenó el Monarca, eufórico.
- ¡Acepto la empresa que me encomendáis, Majestad! – contestó Miguel, con voz estentórea -. ¡El gigante será vencido, o moriré en el empeño!
Pocos días después, el sastrecillo valiente dejó, la ciudad para salir al encuentro del gigante. Con paso vivo, caminó hacia las colinas.
Al principio, no supo a qué atribuir las espantosas sacudidas que cuarteaban la tierra y hacían desmoronarse a las rocas. Pero cuando descubrió la enorme botaza que caía sobre él, supo la verdad: el gigante iba de paseo. Miguel decidió refugiarse en un carro repleto de calabazas, que yacía solitario en mitad de un prado.
Las pisadas del gigante retumbaban como mazazos, cada vez más cerca. El sastrecillo asomó las narices y lo que vio le hizo desfallecer: ¡el gigante se había sentado allí mismo, sobre la casita, y acercaba una de sus manazas al carro!
- ¡Calabazas! ¡No están mal como aperitivo!
De un solo puñado, vació todo el carro, con Miguel incluido. Una a una, las calabazas llovieron sobre sus fauces, desde gran altura. El sastrecillo, escurriéndose hábilmente dentro de la manaza, se puso en último lugar; cuando le llegó el turno, sacó sus tijeras de sastre, pinchó con ellas al gigante en el pulgas, y encarándose luego con él, gritó:
- ¡Aquí terminan tus atropellos, estúpido bellaco!
- ¿Eh? ¿Has si tú quien me ha pinchado?
- ¡Sí, yo, y más voy a pincharte si no te das preso ahora mismo en nombre del Rey! – le amenazó Miguel.
- ¡Jo, jo, jo! ¡Preso yo a manos de un microbio! ¡Si te había confundido con una de ellas! – se mofó el gigante, realmente divertido.
- ¡Bueno, basta ya de tonterías! – le apremió Miguel, temblando de miedo-. ¡Te rendirás por las buenas o por las malas!
- ¡Óyeme bien, despreciable gusano! – bramó el gigante, un poco enfadado ya -. ¡Puedo hacerte fosfatina con un solo dedo, así que no agotes mi paciencia!
- ¡Que te rinda, he dicho! – insistió Miguel, clavándoles sus tijeras en la punta de la nariz.
- ¡Aaaay…!
Loco de furia, alzó su otra manaza para aplastarle, pero ya Miguel ponía en práctica su plan.
Mientras eludía el palmetazo del gigante, se refugió en la manga de su camisa. Una vez allí, extrajo de su bolsa de costura una aguja y un carrete de hilo muy grueso. Con varias punteadas cosió las dos mangas del gigante, que terminó maniatado.
- Pero ¿Qué haces? – aulló aquél-. ¡Suélteme!
Sus amenazas eran inútiles. Miguel, trabajando con vertiginosa rapidez, cortó la camisa por encima del codo y salió de su escondite. A todo esto, una manaza del gigante siguió su rastro, y asomó por el roto. Nada más verla aparecer, el sastrecillo volvió a coser el desgarrón, y su enemigo quedó aún más inmovilizado.
Ya sólo quedaba a Miguel atar con la hebra al gigante, desde los hombros hasta los pies, mediante vueltas y vueltas hábilmente anudadas entre sí. Minutos después, su rival era una simple momia bamboleante, que podía venirse abajo al menor tirón de la hebra.
Y fue precisamente lo que hizo Miguel, tirar de la hebra. El gigante se desplomó, y quedó tendido en el suelo, atado como un fardo.
Miguel regresó a la Corte para dar la buena nueva. Como es natural, el Rey y todos sus vasallos le escucharon boquiabiertos:
- ¿Encontraste al gigante? – fue lo primero que le preguntaron.
- A ése le encuentras cualquiera – repuso Miguel
- ¿Y qué hizo al verte?
- Quiso devorarme como a una vulgar calabaza.
- ¿Qué armas empleaste para vencerle?
- Tijeras, aguja y hebra – contestó el sastrecillo.
Después, el pueblo en masa acudió en busca del gigante.
- ¡Viva el sastrecillo valiente! – gritaron.
El Monarca entregó a Miguel un millón de escudos y la mano de su hija. Fueron muy felices
Hermanos Grimm

EL HOMBRE FELIZ

EL HOMBRE FELIZ
Hubo una vez un Rey, poderoso y estimado por sus súbditos, que contrajo una misteriosa enfermedad.
Junto a su lecho se dieron cita eminentes doctores y sabios, pero ninguno supo hallar la causa de su mal.
- i Oh, qué desgraciado soy! - se quejaba el Monarca -. Poseo riquezas, abundan los placeres al alcance de mi mano, pero no hay quien me cure. Su hijo, el Príncipe, al escuchar tales lamentos, sufría amargamente sin cesar la presencia de nuevos médicos. Pero sus esfuerzos no daban resultado, y la dolencia del Sobernano se agravaba día tras día.
- No os preocupéis, padre mío - quiso animarle el Príncipe-. Aún quedan buenos doctores a los que recurrir, y es probable que alguno de ellos sepa aliviar vuestra enfermedad.
- Me agradan tus palabras, hijo, por la buena intención que encierran, mas dudo que exista alguno capaz de sanarme.
- De todas formas, hay que seguir probando - se obstinó el joven-. Nada cuesta hacerla.
- Sí que cuesta, hijo. Cada nuevo desengaño quebranta mis fuerzas y aumenta tu inquietud - dijo él enfermo suspirando tristemente.
- Aun así, removeré cielo y tierra hasta dar con el remedio que necesitáis. Acudieron otros galenos a ver al Rey, sin que el panorama cambiase. Por último, fue citado a palacio el médico más insigne del país, apartado del caso hasta entonces por sus ideas políticas.
- Curad a mi padre, os lo suplico - imploró el Príncipe nada más verle.
- Pondré toda mi ciencia a su servicio - aseguró el doctor. Durante un buen rato, el Monarca fue sometido a un minucioso examen.
-¿Y bien? -interrogó el Príncipe.
- Lamento deciros que no he encontrado el menor síntoma de enfermedad - repuso el doctor.
- Es el cuento de siempre! - estalló el Príncipe, furioso-. ¡Nadie encuentra nada, mas la dolencia está ahí! ¿Qué clase de ciencia es la vuestra?
- Cálmate, hijo - intercedió el rey, con voz débil. Antes de retirarse, el galeno tuvo que oír más imprecaciones del Príncipe. De alguna manera, pagaba también los platos rotos por sus compañeros.
Un paje se inclinó ante el Príncipe cuando éste salía de aposentos, trastornado aún por la ira.
- ¡Quítate de en medio! -le gritó, sin miramientos.
- Señor, necesito hablaras de la enfermedad de vuestro padre -susurró mansamente el paje. Al escucharle el joven, se puso a la expectativa.
- ¡Dime! - ordenó.
- Conozco a alguien que puede curarle.
Se trata de un mago que puede ver más allá de las apariencias...
- No me gusta la magia, desconfío de ella - objetó el Príncipe, vacilante.
- Ese mago dedica su sabiduría al bien, y nunca se equivoca - porfió el paje, con tono persuasivo.
- No sé qué decirte... En honor a la verdad, ya lo he probado todo, excepto la magia que me propones...
¡Está bien!, llama a ese mago, Y ¡ay de ti como resulte ser un embaucador!
El paje saltó a un caballo y galopó sin parar hasta llegar a la cueva del mago. Ese mismo día, estaba de regreso en palacio, acompañado de aquél.
La penetrante mirada del mago se-posó en el Rey, más doliente y afligido que nunca: todos los presentes aguardaban extrañas manipulaciones, ritos o palabras, pero nada de eso hubo. Simplemente, observó al enfermo, inmóvil y en completo silencio. Al cabo de mucho tiempo, decidió hablar:
- La enfermedad del Rey no reside en su cuerpo.
-¿Dónde, entonces? -le espetó el Príncipe.
-En su alma.
-No puedo entenderos -denegó el Príncipe.
- Os lo diré con otras palabras: vuestro padre se muere de infelicidad.
- ¿Infeliz mi padre? ¡Desvariáis! - exclamó el joven, boquiabierto-. ¡Es el Rey de esta nación, el hombre más poderoso del mundo! ¡Sus riquezas son incontables, se le ama y respeta en todas partes!
- Tales posesiones y dignidades no deparan la felicidad, Príncipe; antes bien, la ahuyentan - afirmó el mago, con serena actitud.
- En ese caso, ¿qué aconsejáis vos para obtener la dicha? -preguntó el joven.
- Yo he venido a aliviar los males del Rey, no a dar consejos, señor.
- De todas maneras, no me parece que vuestros métodos vayan a ser más eficaces que los de esos doctores ignorantes.
- Si opináis así, será mejor que me retire -decidió el mago. Y se dio la media vuelta.
El Rey, impresionado por las palabras del mago, intervino a tiempo:
- ¡Esperad, buen hombre! ~ ordenó. Luego, encarándose con su hijo, explicó:
- Creo que puede curarme, y no me preguntes por qué. Es una sensación, quizá un presentimiento.
-Antes dije que aliviaría vuestra dolencia, mi señor, no que fuese a curaras - puntualizó el mago.
- ¡Está bien, está bien! Con eso me conformo. - Veamos, ¿qué remedio es el vuestro? - apremió el Príncipe.
- Sólo un hombre feliz podrá reanimar a vuestro padre - dijo el mago desviando su atención del Rey para fijarla en el muchacho.
- Sí, tal vez sea eso lo que necesite - musitó el Rey mirando a lo lejos-. Un hombre feliz puede ayudarme a combatir la pena, el tedio...
- ¡Tendrás aquí enseguida no uno, sino cien hombres felices, padre! exclamó el Príncipe, repentina-mente ilusionado.
- No hay cien hombres felices en el mundo - dijo el mago, con solemne expresión.
- ¡Mis emisarios los traerán! -aseguró el joven.
- Quiera Dios que no regresen de vacío - susurró por lo bajo el mago, cuando ya nadie le oía.
Los emisarios de palacio partieron en todas direcciones, seguros de iniciar una misión muy sencilla. Con ánimo emprendedor y una sonrisa en los labios, recorrieron ciudades, pueblos, caseríos y heredades, a la búsqueda de hombres felices.
Pero la fatiga del camino, y, sobre todo, la invariable negativa de las gentes, fueron minando su confianza. Resultó que nadie estaba satisfecho de la vida; quien más quien menos tenía problemas, sufría desengaños, o arrastraba frustraciones. En resumidas cuentas: no pudieron dar con un sólo hombre feliz.
- Pero ¿qué estáis diciendo? ¡Hombres felices los hay por todas partes! - se maravilló el Príncipe, al escucharlo el informe de sus emisarios.
- Eso mismo creíamos nosotros, señor - alegó el responsable de todos ellos.
-¡Asombroso! ¡Inaudito! -voceó el Príncipe, yendo y viniendo con las manos a la espalda -. Lo más seguro es que hayan mentido...
- Los hombres dichosos no mienten, señor - recordó el jefe de los emisarios.
- ¿Por qué iban a hacerla? -admitió el Príncipe. “No hay cien hombre felices en el mundo". Las palabras del mago retumbaron en su mente. ¿Cómo decir a su padre, el Rey, que desechara toda esperanza de curación?
Despachó emisarios de refresco hacia los cuatro puntos cardinales.
- Ofreced una bolsa de oro a cada hombre feliz que halléis -les dijo el Príncipe.
Regresaron como partieron, sin nadie que presentar al Rey. Algunos truhanes pensaron si convenía hacerse pasar por hombres felices, pero el miedo a ser de cubiertos se impuso a la atracción del oro.
El Príncipe pidió el mejor caballo de su cuadra y salió solo. Quería mitigar su desesperación con el piar de las aves y el profundo silencio del bosque.
Galopó al azar durante mucho tiempo, abstraído por completo en pensamientos. Pasado el mediodía, se detuvo junto a un río para apagar la sed. No quiso probar las viandas que llevaba en las alforjas.
Al inclinarse sobre las aguas para beber, observó la imagen de un leñador que se reflejaba en ellas. Estaba encaramado a unas rocas de la orilla, y sonreía.
El Príncipe alzó la cabeza y se volvió hacia él. Un repentino interés brillaba en sus pupilas. ¿Acaso no era esa la sonrisa de un hombre feliz?
Examinó al leñador. Era fuerte y de mediana edad; su piel parecía curtida por la brisa; a la legua se veía que era pobre, pues tan sólo un jubón y unos calzones de pana, sujetos por una cuerda a la cintura, cubrían su cuerpo.
Miraba con inocencia, claros los ojos, limpio el corazón. Y mantenía su sonrisa, reflejo de una conciencia en paz.
- ¿Eres feliz, leñador? -le preguntó el Príncipe.
- ¿Cómo decís, señor?
- ¡Que si eres feliz!
- ¡Naturalmente! ¿Por qué no habría de serio? Tengo cuanto necesito para vivir contento: una mujer deliciosa, un trabajo que nunca escasea, una choza resistente, pan y vino en la mesa, frutos de los árboles este río tan hermoso... ¡Sí, soy un hombre feliz!
- Te conformas con muy poco, leñador -contestó el Príncipe, despectivo-. ¿Sabes? Hay grandes maravillas lejos de este bosque, cosas que te asombrarían.
- ¿Dan más felicidad que esto?
- Pues... no - confesó el joven, desconcertado.
-Entonces, ¿para qué las quiero?
No obtuvo respuesta. El Príncipe quedó impresionado por su veracidad. Al verlo así, dijo el leñador:
- Ven a mi cabaña. Es hora de comer, y...
- Te lo agradezco, buen hombre, pero he de volver a mi palacio enseguida. Toma esta bolsa de oro.
El leñador hubo de aceptarla, ignorante del bien que había hecho con unas sencillas palabras. A uña de caballo, regresó el Príncipe junto a su padre.
- ¡Qué gran lección nos da ese hombre! Es feliz lejos de toda riqueza, del poder y de la gloria.
- Sí, padre. Pero ¿qué hacéis? - preguntó, al ver que el Monarca intentaba levantarse.
- Lo que tanto necesito y tanto deseas: empezar a comportarme como un verdadero Rey -dijo éste.
- ¡Dejadme que os ayude!
- Ya no es necesario, hijo mío. Desde ahora pensaré un poco más en mis vasallos, y repartiré entre ellos dos tercios de mi fortuna. ¿Está conforme?
El Rey, según costumbre, yacía en su lecho apagado y doliente. Puso reparos a la charla de su hijo, pero, a medida que escuchaba, se fue animando. Cuando el Príncipe terminó su relato, comentó:
- Lo estoy -afirmó el Príncipe, con el rostro iluminado por la misma alegría que hacía revivir al Monarca.
- Hemos de remediar la miseria y el abandono que tanta gente padece en nuestro Reino - sentenció el Soberano, ya camino de sus obligaciones.
Desde ese día, todo cambió en palacio, y también puertas afuera. El Rey olvidó sus achaques y lamentaciones. Ganado por un nuevo sentido de la justicia, esparció bienestar y alegría por sus dominios.
Cuando quiso darse cuenta, se parecía a aquel hombre feliz.
Anónimo

EL SOLDADITO DE PLOMO

EL SOLDADITO DE PLOMO
Los dos hermanitos se habían portado bien, y los Reyes Magos fueron generosos con ellos. Uno era niño, y contaba ocho años de edad; la niña era algo más pequeña. Vivían en una casa muy bonita.
Colocaron los paquetes de juguetes sobre una mesa, los abrieron por orden. A cada nueva sorpresa, una exclamación brotaba de sus gargantas:
-¡Y mira esto! ¡Un montón de soldaditos de plomo!
- ¡Qué apuestos! Pero a ése le falta una pierna, ¿no?
- dijo la niña señalando al protagonista de nuestra historia, que, muy triste, les escuchaba en silencio.
- ¡Anda, pues es verdad! - se quejó su hermano.
- De todas maneras, se sostiene en pie como los demás -le consoló ella.
- Pues entonces le haré desfilar.
- ¡Oh, qué bailarina tan bonita! -se maravilló la niña, al reparar en otro juguete.
- Sí, pero es de papel - objetó su hermano.
Nuestro soldadito, aun cojo como estaba, se permitió mirar a la bailarina, y su corazón empezó a latir con fuerza. Ante un palacio de cartón, ella extendía sus brazos al aire y, de puntillas sobre un solo pie, componía una graciosa figura de danza.
"La niña tiene razón. Es bellísima esa bailarina. Sería la esposa ideal para mí" - se dijo el pobre soldadito, mientras a sus mejillas asomaban intensos rubores-. "Pero, pensándolo bien, soy un iluso. Ella vive en un palacio maravilloso, y yo no dejo de ser un soldado cojo. No, nunca se fijará en mí".
Mientras desfilaba con sus compañeros, puso todo su brío en la marcha, logrando que sus defectuosos andares apenas se notasen. De vez en cuando, miraba ardientemente a la bailarina, y le sonreía. En una ocasión, ella le devolvió la sonrisa.
“¡Oh, no le caigo mal del todo!"
Su amor por la bailarina hizo que olvidase el momento en que un torpe operario de la fábrica le rompió la pierna. Fue al meterle en la caja: sintió un fuerte dolor en la ingle, pero pronto se le pasó. Sin embargo, el pensamiento de que ya nunca sería como los demás soldaditos de plomo, adornó con lágrimas sus ojos.
Ahora, a la bailarina no parecía importarle ese defecto, pues cada vez le miraba y sonreía con mayor ternura. ¿Sería posible que su amor fuese correspondido?
Llegó la hora de cenar, y los niños abandonaron el cuarto de los juguetes. Poco después, todos dormían en la casa, excepto los juguetes. Si de día dependían del impulso de sus dueños para moverse, de noche se movían por su cuenta, y se entregaban a los juegos que más les agradaban.
Mientras un cascanueces hacía piruetas y daba saltos mortales, los soldaditos de plomo jugaban a la guerra sin orden ni concierto, y la bailarina danzaba airosamente al compás de una música imaginaria.
- ¡Al ataque, compañeros! -gritaba el soldadito de mayor experiencia militar, lanzándose él solito contra una trinchera de papel bien defendida.
El soldadito cojo y la bailarina se miraban cada vez más apasionadamente, sin decidirse aún a entablar conversación.
Sonaron las campanadas de medianoche. Una gran caja de cartón, entre la bailarina y el soldadito, empezó a moverse. De su interior salió un muñeco grandote y feísimo.
- ¡Eh, tú, deja de mirar a la bailarina! - gritó, enfadado, a nuestro soldadito.
- La miraré siempre que quiera, ¿estamos?
- ¡Pero si eres un miserable soldado, y además lisiado! ¿A qué aspiras? Ella es linda, y merece tratarse con gente importante, como, por ejemplo, yo - dijo el muñeco, haciendo a la bailarina una mueca.
El muy vanidoso sacó el pecho, irguió su cuello, y cuadró la boca, queriendo dárselas de fuerte y gallardo, pero la bailarina clavó sus ojos en el soldadito pidiéndole ayuda. Este la tranquilizó con la mirada.
El muñeco, viendo que su bravuconería no atemorizaba al soldadito, pasó a las amenazas:
- ¿No me haces caso? ¡Lo pagarás muy caro!
-¿Ah, sí? ¿Cómo? ¡Si ni siquiera eres capaz de salir de la caja! -se mofó el soldadito.
- ¡Os lanzo una maldición a los dos! -gritó el muñeco, al ver que la bailarina apoyaba a su rival-. ¡Mañana comprobaréis hasta dónde llega mi poder!
- No nos das miedo, fantoche - repuso el soldadito. Con una mirada prolongada, el soldadito y la bailarina firmaron su pacto de amor. De ahí en adelante, nada ni nadie podría ya separarles.
A la mañana siguiente, los niños reanudaron sus juegos. El varón quería que su hermana jugase con él a las batallas, pero ella no quiso. - y a éste, ¿qué misión le encomiendo? -dijo, refiriéndose a nuestro soldadito cojo-. No sirve para atacar ni defender.
- Ponle de centinela - sugirió su hermana, distraída con otros juegos.
- ¡Buena idea! Para eso no hace falta correr. Lo colocaré en el alféizar y así dominará toda la calle.
Un ráfaga de viento apeó bien pronto de su atalaya a nuestro pobre soldadito, que cayó a la calle desde una altura de tres pisos. Cuando el niño se dio cuenta de la tragedia, bajó a buscarle con su chacha, pero no logró encontrarle, por más que lo intentó. El soldadito estaba incrustado en una rendija del alcantarillado.
Se puso a llover de pronto, y el niño abandonó la búsqueda, para desesperación del soldadito, que ya se veía alejado para siempre de su querida bailarina. El chaparrón fue tremendo, y duró casi una hora. Ríos de agua bordeaban las aceras y caían a la alcantarilla, amenazando ahogar al soldadito. Cuando escampó, unos pilletes salieron a la calle a jugar y....
- ¡Eh, chicos, venid aquí, deprisa! - chilló uno, al reparar en nuestro soldadito.
- ¡Arrea, si es un soldadito de plomo!
- Le haremos navegar calle abajo.
- ¿Cómo? - preguntó el más atrasado.
- ¿Cómo va a ser? Fabricando un barco de -papel con un -trozo de periódico, y metiéndole dentro -explicó el jefe de la pandilla.
En un abrir y cerrar de ojos, el soldadito se halló navegando sobre un endeble barcucho. El desagüe de la calle iba a parar al río, y así, pronto nuestro héroe estuvo en mitad de su enorme corriente.
"¡Adios, amor mío, recuérdame siempre! ¡Cómo me duele separarme de ti!" -pensó el soldadito, dirigiéndose a la bailarina. Animoso y valiente como soldado que era, aguantó como pudo el zarandeo del e agua. A ojos vistas, el barcucho se deshacía, y él era de plomo.
¿Cuánto tardaría en hundirse?
Bajo un puente próximo, un grupo de ratas había establecido un puesto de aduanas. Según ellas, todo animalucho o cosa que pasase por allí, tenía que pagar peaje.
- ¡Eh, tú, soldadito! ¡Detente, y suelta un centavo! - gritó la rata de servicio. “¿Un centavo? ¿Por qué he de soltarlo? ¡El río es de todos!" - pensó el soldadito.
- ¡Oye, no te vayas! ¿Habráse visto caradura?
- protestó la rata, ofendida. Menos mal que sus compañeras le hicieron comprender que un soldadito de plomo no habla, al menos no con palabras sonoras.
El barcucho del soldadito ya era sólo un despojo de papel invadido por el agua. Tembloroso y más pálido que nunca, nuestro protagonista se dispuso a morir. De súbito, una bocaza surcada de dientes se abrió bajo el agua y, en un dos por tres, engulló a barcucho y soldadito juntos.
En el interior de lo que parecía una estrecha caverna, el soldadito descubrió lo que ocurría:
"¡Me ha tragado un pez y estoy en su estómago!".
Cosa extraña: allí se sentía muy a gusto. De, vez en cuando, algunos ácidos querían corroerle, pero se retiraban enseguida. Un atisbo de esperanza alivió al soldadito. ¿Y si sobreviviese, después de todo?
En el hogar de nuestros amigos, la chacha Luisa limpiaba el pescado recién adquirido en el mercado. Parecía fresco y apetitoso. De pronto, al abrirle en canal, encontró al soldadito de plomo.
" Las vueltas que da el mundo! ¡Mira por dónde, aquí está el pobre soldadito!" -pensó ella.
Avisados del hallazgo, los dos hermanos se pusieron muy contentos. Dando saltos de alegría, se pasaban el soldadito uno al otro:
-¡Menuda casualidad! ¡Va le daba por perdido!
- ¡Pues... no te digo nada! ¡Lo que habrá sufrido el pobrecillo! - se enterneció ella.
El soldado lisiado quería llorar de alegría, ¡se sentía tan eufórico al tener delante a la bailarina! Creía que nunca más volvería a verla.
"¡Bienvenido, soldadito! - quería decirle ella -. ¡Si supieras cuánto te he echado de menos! Ya nunca podré vivir sin ti. Además, éste muñeco feo me ha dado la lata todo el tiempo".
El envidioso rival miraba al soldadito con veneno en las pupilas, como queriendo matarle. Pero no se atrevía a injuriarlo, ahora que todos los juguetes celebraban su regreso. De todas maneras, se hacía entender por él a base de gestos y muecas.
"No te hagas ilusiones, que la bailarina será para mí. Eres un inválido, y le destruiré con mi poder".
Confortado por las dulces miradas de su amada, el soldadito le volvió la espalda, y formó con sus compañeros antes de la siguiente batalla.
Era frecuente que los dos hermanos se peleasen. El era muy dominante, y ella no siempre se dejaba manejar. Por eso, aquella misma tarde estallo la trifulca:
- ¡Eres una tonta! ¡Nunca quieres jugar a nada!
- ¡Tú, juega con tus juguetes, y déjame tranquila!
- ¡Boba, pequeñaja!
- ¡Más bobo y mandón que tú no hay otro!
Los ánimos se fueron encendiendo, y de las palabras pasaron a la acción. Irritado por las palabras y gestos de su hermana, el niño cogió lo que tenía más a mano, el soldadito cojo- y lo arrojó contra su cabeza. Ella esquivó el proyectil, y salió del cuarto dando un portazo.
- ¡Se lo voy a decir a mamá, y verás qué zurra!
Arrepentido de su agresión, el niño no quiso dar su brazo a torcer y, acorazado en su orgullo, inició la búsqueda del soldadito, a la espera de la justa reprimenda.
No lo encontraba; ¿dónde podía estar? Sus ojos vagaron de acá para allá, al azar, y, repentinamente, se posaron en el fuego de la chimenea. ¡Allí, entre las llamas, se derretía nuestro héroe!
Intentó cogerlo, sin éxito. Luego, pendiente como estaba de la llegada de su madre, fingió estudiar Matemáticas, mientras pensaba:
“¡Bah, que se queme! Al fin y al cabo, de bien poco valía. Ni siquiera sabía desfilar".
Abrasado y dolorido, el soldadito dedicó sus' últimos pensamientos a la bailarina, quien, desde las cercanías de su palacio, contemplaba horrorizada el drama:
"¡Oh, no, Dios mío! ¡Se va a morir, y yo no puedo evitarlo! La vida sin él será un martirio para mí. Mejor sería que nos fuésemos juntos".
La bailarina llamó al genio protector de los juguetes, y éste decidió complacerla. A pesar de estar cerrada la ventana y no haber viento en ese instante, una brusca ráfaga abrió sus hojas y azotó la habitación. En grácil vuelo de amor, la bailarina dejó su palacio para caer entre las llamas, junto al pobre soldadito, fundiéndose para siempre con él.
Cuando, a la mañana siguiente, la chacha Luisa se puso a limpiar el cuarto de los juguetes, observó algo extraño en los rescoldos de la chimenea:
"Esa estrellita... juraría que era de la bailarina de papel. Pero ¿qué hace ahí? ¡Oh, y su dueña no aparece! Algo malo habrán hecho los niños con ella. Puede, incluso, que la hayan tirado al fuego".
El muñeco de resorte, aún fuera de su caja, contemplaba ensimismado las huellas de aquel amor, acosado tal vez por sus remordimientos. La bailarina había preferido al otro, incluso muerto.
También los niños repararon, conmovidos, en aquel montoncito de plomo derretido y en la estrella resplandeciente que lo coronaba. Ahora comprendieron lo sucedido, que el amor y las buenas obras perduran más allá de la muerte. Porque ellos -el soldadito y la bailarina- seguían vivos para siempre en sus recuerdos.
Andersen, Hans Christian

EL GIGANTE EGOÍSTA

EL GIGANTE EGOÍSTA.
Desde la mansión de aquel buen hombre se divisaba el impresionante valle, y el espectáculo valía la pena.
Altas montañas, pobladas por densos bosques cerraban el horizonte; abajo, rodeando el pueblo, se extendían verdes praderas y huertos. Un hilo de plata partía en dos el valle, camino del mar: era el río Salmonete.
La mansión estaba a las afueras del pueblo, y era famosa por su jardín, quizá el más bonito del mundo. Arboles y flores de todos los colores lucían en su seno; presidiendo la alfombra vegetal, se alzaba en su centro una fuente de aguas cristalinas.
La verja de dicho jardín moría en una puerta siempre abierta a los niños del pueblo. Bandadas de chiquillos se daban cita allí para chapotear en la fuente, trepar a los árboles y recrearse con sus bellezas.
El dueño los recibía alegremente, feliz de poder contemplar sus juegos y travesuras. Que el jardín les atrajese tanto le parecía buena señal. Incluso invitaba a los mayores de vez en cuando.
Los habitantes del valle le tenían gran aprecio.

Cierto día, se presentó en la mansión un primo del dueño. Calzaba botas del número 55, y solía merendarse dos jamones enteros con un buen barril de vino. En otras palabras: era un gigante. Tanto le gustó aquel sitio, que se quedó a vivir en él para siempre. Desde un principio, tomó a mal la presencia de los niños, pues interrumpían su siesta a base de gritos y no le dejaban pasear tranquilo.
- No sé cómo consientes que esos rapaces entren en tu jardín. Lo van a estropear -dijo a su primo.
- Hasta ahora no han roto nada - contestó aquél.
- Espera un poco y verás. Mañana pisotearán aquella planta, pasado mañana troncharán un seto...
-Aunque así fuera, primo, ellos lo pasan bien jugando, y yo lo paso mejor viéndoles -dijo el dueño.
El gigante, que no daba su brazo a torcer, insistió en el tema días después:
- Me dan escalofríos cada vez que se columpian.
Podrían caerse y romperse la crisma. ¡Figúrate entonces sus padres!
- ¡No te inquietes, hombre! Son resistentes. Si se caen, vuelven a levantarse tan campantes.
- Pero las flores espachurradas no se levantan, primo, y ya he visto por aquel rincón unas cuantas así.
- El año próximo brotarán más bonitas.
No había manera de convencerle, prefería los niños a un jardín, eso estaba claro. Rezongando por lo bajo, se alejó el grandullón, ignorante de que en todo el valle se conocía ya aquel recinto como el Jardín del Gigante.
Por asuntos de negocios, el dueño del jardín tuvo que emprender viaje a lejanas tierras. Antes de marcharse, dijo a su primo:
- Ya sabes lo peligrosos que son los caminos hoy día. Si ves que no regreso al cabo de cierto tiempo, considera tuya esta propiedad, con todo lo que hay dentro. Eso sí, te ruego que permitas a los niños seguir jugando en el jardín.
- Descuida, primo - le tranquilizó el gigante, a pesar de abrigar otras intenciones. .
A la mañana siguiente, el griterío de los niños despertó el grandullón. Este, lleno de rabia, salió al jardín.
- ¡Malditos gamberros! ¿Por qué alborotáis tanto sabiendo que estoy dormido? ¡ Fuera de aquí enseguida! ¡Largo, entrometidos!
Los pequeños, espantados por su voz y sus gestos, no podían moverse.
- ¿No os vais? ¡Pues al primero que coja le hago picadillo!
Cuando el jardín quedó desierto, el gigante exclamó:
- ¡Menudo susto les he dado! ¡Estos bribones ya no vuelven por aquí!
Sin embargo, para asegurarse, colgó un letrero en la puerta del jardín. Decía: "Prohibida la entrada".
Los niños del pueblo, que ya no sabían dónde jugar, se volvieron tristes y pensativos: A todas horas se reunían para buscar una solución a su problema, pero las diversas sugerencias caían en saco roto.
Los adultos, al verlos tan decaídos, pensaron en ir a hablar con el gigante, pero no se decidieron. Quizá volviese pronto el dueño, y todo se arreglaría por sí solo.
Pasó el invierno, y le tocó a la Naturaleza despertar de su letargo. Una bellísima doncella, de nombre primavera, ciñó sus cabellos rubios con una corona de flores, subió a su carroza hecha con rayos de sol, y tiró de las riendas de sus dos corceles.
Al momento, partió el carruaje campo adelante, hacia el norte. Gracias a su influjo, la nieve se derritió, los árboles se revistieron con sus verdes galas, los arroyos cantaron de nuevo, y el aire se cargó de tibios perfumes. La vida renacía por doquier.
Al cruzar el valle de nuestro cuento, Primavera detuvo su carrera. Por todas partes veía niños tristes y padres apenados. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tanta desolación? .
Sus pájaros heraldos fueron a investigar, y le contaron el motivo del drama. Asombrada por la actitud del gigante, llegó a la puerta de su jardín, y dijo en alta voz:
- ¡Para castigar tu egoísmo, oh gigante malvado, pasaré de largo sin liberar este jardín del frío invernal!
Tras recomendar a todos los animales del valle que no entrasen en dicho recinto, Primavera montó en su carroza y reanudó la marcha hacia tierras lejanas.
Las buenas gentes del valle dejaron en el armario sus ropas de invierno, y se pusieron otras más ligeras y alegres. Repicaban las campanas; brotaban de los capullos flores' hermosísimas; crecían las cosechas. Entre arrullos y trinos, hacían nidos los pajarillos.
En medio de tanta pujanza, el Jardín del Gigante parecía un islote mortecino. Ni un rayo de sol penetraba en sus enramadas; la nieve cubría el suelo, y la fuente seguía helada. Sus árboles, plantas y capullos aún dormían, ajenos al bullicio del entorno.
- ¡Qué contraste había entre un lado y otro de la verja de hierro! Ciertos personajes advirtieron el prodigio y pernoctaron en el jardín, locos de entusiasmo. Eran el Viento del Norte, Granizo y Escarcha.
- ¡Estupendo! ¡Magnífico! Aquí podré soplar a gusto - gritó el Viento del Norte.
- ¡Y yo aporrearé las plantas! -dijo Granizo.
- ¡Y yo las haré tiritar!. -concluyó Escarcha.
- Esto es un despiste de Primavera - afirmó el primero.
- ¡Sequro! Nos perseguía. Con tanto afán que se ha olvidado de entrar en este jardín - presumió Granizo.
Los tres visitantes se pusieron a trabajar, y el gigante despertó de su larga siesta hecho un carámbano de hielo.
-¡Brrr. .. ! ¡Qué tiempecito! ¡Si ya debería estar aquí la primavera! -se quejó, en plena tiritona.
Se echó siete mantas encima y siguió durmiendo. A cada nuevo despertar, su extrañeza iba en aumento.
Por fin, recelando algún encantamiento de fuera, resolvió actuar:
-Iré a echar un vistazo por ahí, no sea que los del pueblo me la estén jugando.
Tan fuerte era el temporal que no pudo pasar por el porche. De vuelta en la cama, sintió que todos sus huesos crujían de mala manera. Empezó a estornudar.
Como era algo aprensivo, se palpó la frente: ¿tendría fiebre? Sí le parecía. Temiendo caer enfermo, se arrebujó y regresó al mundo de los sueños.
El Viento del Norte se pasó de rosca en su trabajo, ya que, bajo sus embates, la puerta de hierro del jardín osciló furiosamente, rompió la cadena que sujetaba su doble hoja, y se abrió de par en par. El letrero puesto en ella por el gigante echó a volar montaña arriba.
Un niño acertó a pasar por allí. Al ver la puerta abierta, creyó que el gigante había cambiado de idea, y corrió a avisar a sus amigos.
Primavera, entretanto, observaba desde su palacio el maltrecho jardín. Creyendo excesiva la tarea de
Viento del Norte, Granizo y Escarcha, tomó una decisión:
"Entraré con los niños y devolveré a esa mansión todo su esplendor. Además, quiero ver cómo reacciona el gigante".
La chiquillería del pueblo invadió el jardín al poco rato, sorprendida por el paisaje invernal que encontró.
Sin embargo, en un instante, la nieve que cubría el suelo desapareció, los árboles echaron hojas, las plantas se desperezaron, y la fuente empezó a soltar borbotones de agua clara.
En el interior de la casa, el gigante dio señales de vida. Al asomarse a una ventana y contemplar el fenómeno, estalló de alegría:
- ¡Ajajá! ¡Aquí está la primavera!
Salió impetuosamente al jardín, aspiró con fuerza, y miró en redondo. Los niños jugaban en una de sus avenidas. Al divisarle, se quedaron quietos, a la expectativa. Comprendiendo su recelo, el gigante les sonrió e hizo una señal amistosa, como diciendo:
"¡Vamos, seguid jugando, que no pasa nada!".
Ni él mismo sabía el porqué, pero era cierto: disfrutaba teniéndolos allí, estaba a gusto entre ellos.
Empezó a caminar por' el jardín. El sol caldeaba el ambiente; la fronda se desparramaba por doquier; todo azules y bucles dorados lloraba; por lo visto, quería trepar a él.
Embargado por una profunda ternura, el gigante se acercó y le dijo:
- ¡Ven a mis brazos, pequeñín, que yo te subiré!
El niño rozó con sus manitas la rama más baja, y, al momento, el árbol' revivió. Su tronco se enfundó un traje de enredaderas con adorno de campanillas blancas, sus raíces penetraron aún más en la tierra, y todas sus ramas se poblaron de hojas verdes y flores olorosas.
- ¡Oh, qué maravilla! -exclamó el gigante.
Comprendió de golpe lo ocurrido. La primavera había entrado en el jardín del brazo de los niños. Si ese árbol no había florecido antes, era por la incapacidad del pequeñín para trepar a sus ramas.
Corrió el gigante al encuentro de los niños, y empezó a repartir abrazos entre ellos. Regueros de lágrimas surcaban su rostro.
- ¡Qué egoísta he sido! ¡Todo lo quería para mí, sin pensar que vosotros dais luz y calor! ¡Es primavera en el jardín, y también en mi corazón!
La Primavera se alegró mucho de su cambio, tanto, que dijo a sus pájaros heraldos:
- De hoy en adelante, el Jardín del Gigante será el primero en florecer.
Se sucedieron las estaciones con un ritmo natural. El frío seguía al calor, y éste a aquél; venían las grande nevadas para luego irse. Sin embargo, en el Jardín del Gigante reinaba la eterna primavera.
Raro era el día en que los niños no acudían allí, pues habían encontrado en el gigante un compañero ideal para sus juegos. Este se dejaba montar cual potro sumiso, subía a los peques hasta las mayores alturas, cogía la pelota colada entre dos ramas, y daba parte de su merienda a la pandilla. Pero, a decir verdad, cada vez estaba más triste.
- ¿Sabéis algo del pequeñín de ojos azules que tanto me gustaba? No he vuelto a verle por aquí - preguntaba a los niños cada dos por tres.
Ellos se encogían de hombros, más que perplejos. Lo de ese niñito era muy extraño, porque nadie le conocía en el valle. Había aparecido el día en que el gigante se hizo bueno, y después...
Algo intuyeron semanas más tarde, cuando el gigante emprendió viaje al Paraíso, y tocaron a gloria las campanillas blancas del árbol donde subió al querubín.
-Se ha ido con él -dijo una niñita preciosa, con lágrimas en los ojos.
-Ahora sí que lo estará pasando bien. Aquello da cien vueltas a este jardín - afirmó el pecoso.
- Podía haber contado con nosotros, i recórcholis! - protestó el rubito.
Todos elevaron la vista al cielo, ansiosos por seguir las huellas del gigante. Mientras, jugarían en su honor.
Oscar Wilde

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA
En una remota aldea de China vivía el joven Aladino. Aunque él y su madre pasaban hambre y privaciones,
Aladino era un holgazán. Una mañana conoció a un forastero. Tenía un aspecto muy extraño; vestía un traje aparatoso, y en su turbante resplandecía una estrella muy original.
- ¿No eres tú por casualidad el hijo del sastre Mustafá? -preguntó al joven.
- Sí, pero mi padre murió hace años. ¿Quién Sois vos? -le contestó Aladino, extrañado.
- Un hermano de vuestro padre - afirmó el extranjero, que casi parecía un mago.
Y mago era, en efecto. Buscando desde tiempo atrás un muchacho listo y decidido que sirviera a sus propósitos, fingió ante Aladino un parentesco inexistente, con el fin de ganarse su voluntad y estimación.
El muchacho, perplejo, le llevó a su casa y le presentó a su madre, quien no sabía que su difunto esposo tuviese un hermano. Algunas monedas de oro extraídas de una bolsa granjearon al mago la definitiva confianza de Aladino y su madre. Según aquél, ambos vivirían en adelante protegidos por sus incontables riquezas, en compensación a la enemistad que le distanció de "su hermano". Por de pronto, aquellas monedas de oro procuraron ricas viandas y finos vestidos a los moradores de la casa.
Un día, el mago manifestó su deseo de pasear por las afueras de la aldea, y Aladino le acompañó. Junto a las márgenes de un anchuroso río, el mago se entretuvo en hacer una hoguera. Miró absorto las llamas un buen rato; luego, pronunció unas palabras incomprensibles, y la tierra comenzó a temblar violentamente.
Del fondo de las llamas surgió un remolino de vapores azulados, densos al principio, transparentes después, que enseguida dejaron ver una profunda oquedad en el suelo, jalonada por una escalera.
Deseaba el mago que Aladino descendiera por aquella escalera al fondo de una gruta encantada, donde, según él, se acumulaban fascinantes riquezas. Temerosa y soñador a un tiempo, el muchacho no se decidía, por lo cual el mago puso en su dedo índice un anillo mágico que le preservaría de todo riesgo.
La codicia se impuso finalmente y Aladino bajó por la empinada escalera. Algunos tramos eran muy peligrosos, por lo resbaladizo y oscuro. El mago no podía bajar por allí.
De repente, miles de cegadores destellos rasgaron la oscuridad, y Aladino se encontró en un mundo de increíbles riquezas. Diamantes, rubíes, esmeraldas, brazaletes, zafiros, collares y broches, llenaban la gruta encantada. Aladino, por un instante, sintió vacilar sus sentidos.
-¿Ves una lámpara de brillante metal? -le preguntó el mago desde arriba.
- ¿Una lámpara? ¡Oh, sí, aquí está, pero no vale nada en comparación con las piedras preciosas que refulgen en torno mío! -voceó Aladino.
- ¡Olvídate de lo demás, y sube enseguida la lámpara! ¡Me es muy necesaria! -gritó el mago, impaciente.
- Antes vais a permitirme que coja algunas de estas joyas - dijo Aladino.
-¡Sube la lámpara! ¡Mi suerte y la tuya dependen de ello! -chilló el mago, fuera de sí.
Era inútil su afán por hacerse obedecer. Aladino se llenaba de joyas los bolsillos. Entonces, el mago lanzó un exhorto mágico, y la entrada a la gruta se cerró.
Aladino había quedado atrapado bajo la tierra.
Por más que buscó salida, nada se le ocurrió. Desesperado, se frotó ambas manos, y notó que el anillo empezaba a danzar locamente en su dedo. Después, brotó de él un resplandor fulminante, y la figurilla de un genio se materializó ante sus ojos. Dijo:
- ¿Qué deseáis de mí?
Pasmado, Aladino sólo acertó a decir:
- De .... devolvedme a mi casa, os lo ruego.
- En el acto, mi señor - repuso el genio. Aladino se halló de pronto ante la puerta de su casa, con la lámpara codiciada por el mago en su mano izquierda, y el traje repleto de joyas.
Su madre le recibió con infinita alegría. Aladino narró su aventura, puso la lámpara sobre una alacena y, sin preguntarse por qué la deseaba tanto el mago, empezó a vender las joyas que había traído consigo.
Pasaron algunos años. Aladino y su madre gozaron de un bienestar jamás conocido; pero llegó el día en que necesitaron vender la última joya para poder comer, y su madre quiso vender la lámpara. Aladino se resistía.
Sin embargo, la necesidad se imponía, y era menester limpiarla bien antes de venderla. Cuando Aladino la frotó con un paño, una especie de rayo luminoso surgió de ella, y se apareció un genio.
-Pedidme cuanto queráis, que os serviré gustoso.
Aladino no se inmutó, acostumbrado ya al prodigio:
- Traedme abundantes manjares -ordenó.
Madre e hijo conocieron otra vez la opulencia, pero no se dejaron trastornar por ella.
Un día, Aladino pudo contemplar a la princesa Brudulbudura, hija única del Emperador, y se enamoró locamente de ella. Durante mucho tiempo, apenas probó bocado, fustigado por el dolor de su corazón.
- Id a palacio, madre, y solicitad del Emperador, para mí, la mano de su hija Brudulbudura.
- ¿Acaso has perdido el juicio, hijo mío? i Ella es una princesa! -se admiró su madre, pero ningún razonamiento logró disuadirle.
Tras vencer innumerables obstáculos, la madre de Aladino se inclinó ante el Emperador, y cumplió el deseo del muchacho, ofreciéndole además una fuente repleta de piedras preciosas como regalo a la princesa.
- Creo que el dueño de este tesoro es muy digno de casarse con mi hija ---' admitió el Emperador.'
Pero unas palabras del Primer Ministro le hicieron reflexionar. En realidad, el ambicioso personaje deseaba casar a su hijo con la princesa; por ello despertaba los recelos de su Emperador. Su Majestad permitió que aquél impusiese condiciones suplementarias al compromiso de boda:
- El Emperador concederá a vuestro hijo la mano de la princesa cuando añadáis a esta fuente de joyas otras cuarenta semejantes, además de ochenta esclavos y dos mil sacos de oro - dijo el Primer Ministro.
Aladino encontró realizable tal exigencia, porque nada se resistía al mágico poder de la lámpara. Ataviado con fastuosos ropajes y relucientes joyas, encabezó un cortejo nunca visto por las gentes de su aldea, y se dirigió a palacio.
El Primer Ministro, abrumado por este derroche de poder y riqueza, ya no pudo inventar otra objeción, y el Emperador refrendó el compromiso matrimonial.
Antes de celebrar sus bodas, Aladino quiso ofrendar a la princesa un palacio superior a los conocidos, y dotado de todo lo necesario para una vida regia. El genio de su lámpara maravillosa obró el milagro.
Aladino y su esposa no cabían en sí de felicidad. El Emperador iba cobrando afecto a su yerno, y le consultaba cualquier asunto de gobierno que mereciera su interés.
Un día, algunas provincias del Imperio se rebelaron contra la Corona, y Aladino fue nombrado general supremo de los ejércitos de Su Majestad. No sin gran dolor, se despidió de Brudulbudura.
Muy lejos, el mago que sepultó a Aladino en la gruta encantada consultaba sus libros cabalísticos, tan repletos de signos misteriosos, jeroglíficos y fórmulas.
Alrededor del anciano, retortas, alambiques y demás instrumentos propios de la alquimia llenaban la lóbrega estancia. De repente, leyó algo que enardeció su sangre:
- ¡Aladino ha desposado a la hija del Emperador y guarda la lámpara mágica que tanto he anhelado!
Caviló día y noche hasta dar con el plan más astuto. Reunió seis lámparas casi iguales a la otra, las limpió, las puso todas en un cesto y, valiéndose de sus poderes mágicos, se trasladó junto al palacio de Aladino.
El mago africano voceó su mercancía frente a los muros del palacio sin que los guardianes le molestasen. Tras mucho insistir en sus idas y venidas, una esclava al servicio de la princesa se interesó por su oferta, que consistía en vender una de sus lámparas a cambio de “otra lámpara vieja poseída por Aladino". Brudulbudura no halló inconvenientes al canje, pues aún ignoraba el secreto poder de la lámpara.
Al día siguiente, el palacio de Aladino había desaparecido, junto con la princesa y toda la servidumbre. Nadie podía creer lo sucedido. El
Emperador, tan pronto conoció la noticia, ordenó a su Primer Ministro:
- ¡Traedme cuanto antes a ese embaucador! -. Se refería a Aladino, enfrascado por entonces en violentos combates contra los rebeldes.
Sorprendido, Aladino regresó de los campos de batalla para postrarse ante el Emperador, quien le dijo:
- ¡Sois un falsario, merecéis la pena de muerte!
- Nunca os he mentido, Majestad, pero algo se ha vuelto contra mí -se defendió Aladino.
-¡Ved a dónde ha conducido vuestra magia! ¡Os haré decapitar al amanecer!
A duras penas consiguió Aladino una tregua a su condena, siquiera el tiempo justo para intentar recobrar a Brudulbudura. El Emperador, animado por un rayo de esperanza, consintió en ello. Su hija era lo primero para él.
Aladino recorrió el Imperio sin que nadie pudiese darle razón de su esposa. Presentía que el mago africano estaba tras todo el asunto, pero ¿dónde encontrarle, ahora que ya no tenía un poder mágico a su servicio?
Casualmente, se frotó ambas manos, y el anillo mágico de su dedo entró en actividad. ¡Se había olvidado de él!
- Llévame a mi palacio - ordenó al genio.
En un instante, éste le condujo al último rincón de África, donde el mago compartía su palacio con Brudulbudura.
Por medio de una esclava, Aladino concertó una cita con su esposa en los jardines del palacio, y planearon deshacerse del mago africano.
Una opípara cena junto a Brudulbudura hizo concebir falsas esperanzas al mago, que aceptó de la princesa una copa de vino narcotizado. En el acto, el mago cayó profundamente dormido. Aladino se reunió con su esposa, y buscaron la lámpara mágica. La encontraron entre los pliegues de su túnica.
- Traslada de nuevo mi palacio, con nosotros dentro, a su lugar de origen, con excepción del mago africano - ordenó Aladino al genio de su lámpara. Dicho y hecho.
El Emperador vio cómo el palacio de Aladino reaparecía. Su Majestad perdonó a Aladino y abrazó tiernamente a su hija, quien le explicó las fechorías del mago africano. Conmovido, el Soberano dijo a su yerno:
- Reconozco el infalible poder de tu talismán, pero admiro sobre todo tu valor y perseverancia, hijo mío. Desde hoy te nombro mi sucesor y único consejero.
Galland, Antoine

EL PRÍNCIPE FELIZ

EL PRÍNCIPE FELIZ
En una ciudad del Norte, presidiendo una plaza, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Vestido con armadura, digno y esbelto, tenía dos zafiros por ojos, un rubí en la empuñadora de su espada, y láminas de oro recubrieron su cuerpo.
A fines de verano, Piopí sobrevoló dicha ciudad. Era una golondrina, blanca con alas negras, que emigraba a Egipto para pasar allí el invierno. Traía mucho retraso por culpa de sus dos hijitos, demasiados perezosos para salir del nido en su momento.
Como ya se acercaba el crepúsculo, Piopí buscó un árbol donde pernoctar esa noche, pero todos se le antojaron inhóspitos, dio dos vueltas alrededor del Príncipe Feliz, y se dijo:
“Ahí, entres sus plantas, podré dormir gusto”
Buscó la postura adecuada para entregarse al sueño. De improvisto, sintió que una gota le caía encima, y abrió los ojos. Llover no llovía, porque el cielo estaba raso. Entontes, ¿Qué podía ser aquello?
Una detenida inspección de la estatua resolvió el misterio. ¡Príncipe Feliz estaba llorando!
¿Qué te sucede, buen Príncipe?
¡Ay, mí querida amiga! Estoy triste.
¿Triste tú? Te llaman el Príncipe Feliz…
Lo era en vida, pero ahora que soy estatua puedo contemplar desde aquí el sufrimiento de toda la ciudad – se lamentó él.
No sé cómo podré consolarte de tanto dolor y maldad – dudó Piopí.
Llevando el rubí que adorna mi espada a una pobre madre cuyo hijito enfermo está sediento.
Devorado por la fiebre, el niño ansiaba calmar su sed con zumo de naranja, pero su madre, hundida en la miseria, no podía complacerle. Conmovida, Piopí cogió con su pico el rubí que Príncipe le tendía y voló hacia la casita señalada.
Sus ventanas no tenían cristales, y la golondrina pudo entrar fácilmente. Ya sin lágrimas en los ojos, aquella madre dormitaba reclinada sobre una mesa, vencida por tanta angustia. A pocos pasos, el niño se agitaba inquieto en su cama, sin poder conciliar el sueño.
Piopí, aconsejaba, buscó el lugar más idóneo para dejar su tesoro, y escogió un dedal que asomaba desde el cesto de costura. La mujer tenía a medio zurcir unos calcetines de lana del pequeño. En cuanto despertase, querría proseguir su labor, y entonces...
¡Oh!, ¿qué es esto•? ¡Si parece un rubí!-. La golondrina escuchó desde un alero cercano sus voces admiradas y, llena de alegría, emprendió el vuelo de regreso.

Aquella noche, Piopí durmió plácidamente entre los pies de la estatua. Con las primeras luces del alba, despertó y se fue a bañar a un río cercano. Cuando retornó junto al Príncipe Feliz, quiso despedirse de él:
Bueno, Príncipe, no puedo demorar más el viaje. Se aproxima el invierno y debo partir.
Te ruego aún otro favor, golondrina -imploró el Príncipe, con voz doliente.
¿Qué quieres ahora?
Un poeta se muere de frío y hambre. Nadie reconoce su talento, pero la Humanidad le necesita. Toma este ojo de zafiro y llévaselo - explicó él.
Pero, ¡vas a quedarte tuerto! - se admiró Piopí.
No me importa.
La golondrina inició su nueva misión con el pico humedecido por las lágrimas. Siguiendo las indicaciones del Príncipe, dio enseguida con la casucha del poeta, una verdadera ruina. Bien arrimado a una estufa de hierro, el poeta escribía con una mano mientras se soplaba los dedos de la otra para calmar sus escozores.
"¡Qué mal lo está pasando!", pensó la golondrina, - que lo miraba posada en una viga del techo.
Aprovechando un instante en que él se volvió de espaldas, Piopí descendió sobre la mesa y dejó el zafiro entre dos pergaminos recién garabateados, muy a la vista. Acto seguido, volvió a su puesto de observación, y asistió a la reacción del poeta:
¡Vaya, un zafiro! Alguien me lo envía como justa recompensa a mi trabajo. Es lo que yo digo: ningún verdadero talento puede pasar eterna mete inadvertido.

Piopí se alejó con una impresión muy distinta a la de la vez anterior. El poeta era orgulloso, y creía que el mundo le debía ese favor. Quizá le hubiera convenido seguir así un invierno más ...
A la mañana siguiente, la golondrina fue al mar. Durante largo rato, contempló su azul inmenso desde un acantilado inmediato al puerto, mientras pensaba:
"Podría hacer la travesía en la arboladura de cualquier barco; así no me fatigaría tanto."
Incapaz de marcharse sin decir adiós al Príncipe Feliz, la golondrina volvió a su lado:
- Ya es hora de irme; creo que mis hermanas están en Egipto desde hace tiempo- le dijo.
- Quédate una noche más, golondrinita, te lo suplico.
- Lo siento, Príncipe; me es imposible. Casi no puedo parar ya de frío. Un día más así, y moriré -advirtió Piopí, severa.
¿Es que sólo puedes pensar en ti misma? -le reprochó el Príncipe, asombrado-. Veo a una niña harapienta que vende fósforos. Debe tener cosa de diez años. Es rubia y huérfana.
- ¿y bien? - se impacientó Piopí, nuevamente convencida por su bondad.
- Está en un aprieto. Los fósforos se le han caído al barro, y hoy se quedará sin cenar; así que IIévale el ojo que me queda -explicó el Príncipe.
Por un instante, Piopí pensó replicar, pero comprendió que sería inútil, y escuchó todos los detalles del asunto. Fue muy sencillo arrojar el zafiro desde lo alto, en pleno vuelo, y grato en verdad observar el gozo de Helga - que así se llamaba la niña - al descubrir la joya reluciendo en el barro, muy cerca de sus pies.
Antes de dormirse, Piopí contó al Príncipe su última aventura, y también sus andanzas de años anteriores. Había cruzado océanos imponentes, salpicados de arrecifes en sus bordes, profundos aguas adentro; conocía varios continentes, con sus llanuras y sus desiertos, quebrados por grandes montañas y protegidos por densos bosques.
En Egipto tenía su segundo hogar, un nido resistente y amplio. Allí reinaba la primavera, con vientos suaves de día y un firmamento estrellado de noche.
- Eso que me cuentas es hermoso, golondrina, pero aún es más bonito consolar el dolor de los hombres - comentó el Príncipe Feliz.
- Por eso me he quedado contigo - reconoció Piopí.
- Ahora que no tengo ojos, dime qué ves en la ciudad - pidió el Príncipe.
- Antes he de recorrerla muy despacio, Príncipe, porque yo no tengo ojos de zafiro - advirtió Piopí.
Al emprender su nueva misión, la golondrina renunciaba a toda posible salvación. Le quedaban ya pocas fuerzas, y pensó en lo bien que lo estarían pasando sus hermanas de Egipto. Sin embargo, no se arrepentía de su generosidad. El Príncipe le había enseñado a dar a su vida un sentido nuevo y maravilloso.
Piopí sobrevoló palacios resplandecientes, donde ricos comensales celebraban unos banquetes de ensueño. En cada una de sus puertas, cuadrillas de mendigos pedían limosna a los invitados retrasados, y éstos los rechazaban; incluso algunos criados salían provistos de gruesos palos para ahuyentarlos.
En muchas casas, las familias se apretujaban ateridas de frío; vestían sucios harapos y caían como chinches, víctimas de las enfermedades.
Pensaba la golondrina, ya de regreso a la estatua: "Los hombres no se tratan como hermanos".
De haber tenido aún sus ojos, el Príncipe Feliz hubiese llorado al escuchar las noticias traídas por Piopí.
Con un simple susurro, sólo acertó a decir:
- Golondrina, reparte las láminas de oro que recubren mi cuerpo entre los pobres de la ciudad.
- Si te parece, empezaré mañana, Príncipe. ¡Ahora me siento tan cansada!
Apenas se hizo de día, reanudó su trabajo. Con el pico fue arrancando pedacitos de oro de la estatua; cuando tenía suficiente cantidad, emprendía el vuelo y dejaba caer su valiosa lluvia junto a los seres necesitados.
La mujer paralítica que no podía ganarse la vida, el padre de familia acosado por las deudas, la muchacha desnutrida y el viejo enfermo... todos, todos los pobres de la ciudad recibieron una lámina de oro que alivió su situación.
La golondrina que finalmente se posó en el hombro del Príncipe, era ya sólo un espectro agonizante y alegre. Apenas tuvo aliento para decir a su amigo:
- Bueno, ya no hay tanto dolor en esta ciudad.
- Vete ya a Egipto, golondrinita querida, que aún estás a tiempo - la animó el Príncipe.
- No, Príncipe. No puedo, me muero.
-¿Tan mal te sientes? Vamos, escóndete entre mis pies, y ahí estarás calentita hasta que luzca de nuevo el sol - recomendó el Príncipe, muy angustiado.
- Te agradezco el gesto, pero es inútil, Príncipe.
En un supremo esfuerzo, la golondrina dio al Príncipe un beso de despedida, y después cayó exánime entre sus plantas.
. ¡Golondrina, golondrina!, ¿dónde estás? -gritó el Príncipe, alarmado. No obtuvo respuesta.
Al día siguiente, el alcalde de la ciudad, acompañado de su ediles, pasó junto a la estatua del Príncipe Feliz, camino del Ayuntamiento. Sus ojos se detuvieron en aquel esqueleto de plomo ennegrecido, sin ojos ni prestancia, y exclamó:
- Qué horror, caballeros! Nuestro Príncipe Feliz parece un mendigo. Hay que quitar la estatua. Fundiremos su plomo, y haremos con él mi efigie.
- El alcalde tiene ideas brillantes - corroboró el alguacil.
Una cuadrilla de obreros desmontó la estatua del Príncipe Feliz, y condujo sus restos hasta el horno de una fundición. El plomo se derritió enseguida entre las llamas, pero el corazón del Príncipe no ardía, inmune al espantoso calor. Picado por la curiosidad, un operario extrajo el corazón del horno, lo miró atentamente y dedujo:
- No arde porque su plomo es de baja calidad.
Sin más, lo arrojó al montón de desperdicios de la factoría, justo al lado de la pobre golondrina.
Esa misma noche, un empleado que trabajaba cerca del basurero, observó algo que le llamó la atención: dos objetos emitían dorados destellos. Se acercó y vio que se trataba del cadáver de Piopí y del corazón del Príncipe; intentó cogerlos, pero tan pronto se acercaban sus manos, el resplandor se extinguía.
Desconcertado, dio la espalda a aquel prodigio, y lo olvidó poco después.
En esos mismos instantes, un hada descendía a la Tierra para cumplir una hermosa misión. En su país de origen se la conocía por Maravillas.
La Reina de las Hadas, sabedora de los despistes de Maravillas, había escrito su encargo en un pergamino que decía lo siguiente: "Tráeme las dos cosas más valiosas que encuentres en esa ciudad".
Una gran luz inundó el firmamento. Muchos despertaron, y quisieron hallar explicación al misterio. Entonces, se oyó una voz:
- Buenas noches a todos. Soy Maravillas, un hada mensajera, y vengo a lIevarme de la ciudad las dos cosas más valiosas que pueda encontrar.
Nada veían los curiosos, salvo un resplandor cegador que, de pronto, incluyó dos centelleos más pequeños. Maravillas con el cuerpecillo de Piopí en una mano y el corazón del Príncipe Feliz en la otra, emprendió su vuelo de regreso al País de las Hadas.
Ya ante la Reina, Maravillas se inclinó respetuosamente, ofreciendo sus presentes.
- Un corazón que sintió piedad de sus semejantes, y una golondrina que murió por amor - dijo la Reina sonriendo -. Dos tesoros que no tienen precio.
Oscar Wilde
 

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