
Desde la mansión de aquel buen hombre se divisaba el impresionante valle, y el espectáculo valía la pena.
Altas montañas, pobladas por densos bosques cerraban el horizonte; abajo, rodeando el pueblo, se extendían verdes praderas y huertos. Un hilo de plata partía en dos el valle, camino del mar: era el río Salmonete.
La mansión estaba a las afueras del pueblo, y era famosa por su jardín, quizá el más bonito del mundo. Arboles y flores de todos los colores lucían en su seno; presidiendo la alfombra vegetal, se alzaba en su centro una fuente de aguas cristalinas.
La verja de dicho jardín moría en una puerta siempre abierta a los niños del pueblo. Bandadas de chiquillos se daban cita allí para chapotear en la fuente, trepar a los árboles y recrearse con sus bellezas.
El dueño los recibía alegremente, feliz de poder contemplar sus juegos y travesuras. Que el jardín les atrajese tanto le parecía buena señal. Incluso invitaba a los mayores de vez en cuando.
Los habitantes del valle le tenían gran aprecio.
Cierto día, se presentó en la mansión un primo del dueño. Calzaba botas del número 55, y solía merendarse dos jamones enteros con un buen barril de vino. En otras palabras: era un gigante. Tanto le gustó aquel sitio, que se quedó a vivir en él para siempre. Desde un principio, tomó a mal la presencia de los niños, pues interrumpían su siesta a base de gritos y no le dejaban pasear tranquilo.
- No sé cómo consientes que esos rapaces entren en tu jardín. Lo van a estropear -dijo a su primo.
- Hasta ahora no han roto nada - contestó aquél.
- Espera un poco y verás. Mañana pisotearán aquella planta, pasado mañana troncharán un seto...
-Aunque así fuera, primo, ellos lo pasan bien jugando, y yo lo paso mejor viéndoles -dijo el dueño.
El gigante, que no daba su brazo a torcer, insistió en el tema días después:
- Me dan escalofríos cada vez que se columpian.
Podrían caerse y romperse la crisma. ¡Figúrate entonces sus padres!
- ¡No te inquietes, hombre! Son resistentes. Si se caen, vuelven a levantarse tan campantes.
- Pero las flores espachurradas no se levantan, primo, y ya he visto por aquel rincón unas cuantas así.
- El año próximo brotarán más bonitas.
No había manera de convencerle, prefería los niños a un jardín, eso estaba claro. Rezongando por lo bajo, se alejó el grandullón, ignorante de que en todo el valle se conocía ya aquel recinto como el Jardín del Gigante.
Por asuntos de negocios, el dueño del jardín tuvo que emprender viaje a lejanas tierras. Antes de marcharse, dijo a su primo:
- Ya sabes lo peligrosos que son los caminos hoy día. Si ves que no regreso al cabo de cierto tiempo, considera tuya esta propiedad, con todo lo que hay dentro. Eso sí, te ruego que permitas a los niños seguir jugando en el jardín.
- Descuida, primo - le tranquilizó el gigante, a pesar de abrigar otras intenciones. .
A la mañana siguiente, el griterío de los niños despertó el grandullón. Este, lleno de rabia, salió al jardín.
- ¡Malditos gamberros! ¿Por qué alborotáis tanto sabiendo que estoy dormido? ¡ Fuera de aquí enseguida! ¡Largo, entrometidos!
Los pequeños, espantados por su voz y sus gestos, no podían moverse.
- ¿No os vais? ¡Pues al primero que coja le hago picadillo!
Cuando el jardín quedó desierto, el gigante exclamó:
- ¡Menudo susto les he dado! ¡Estos bribones ya no vuelven por aquí!
Sin embargo, para asegurarse, colgó un letrero en la puerta del jardín. Decía: "Prohibida la entrada".
Los niños del pueblo, que ya no sabían dónde jugar, se volvieron tristes y pensativos: A todas horas se reunían para buscar una solución a su problema, pero las diversas sugerencias caían en saco roto.
Los adultos, al verlos tan decaídos, pensaron en ir a hablar con el gigante, pero no se decidieron. Quizá volviese pronto el dueño, y todo se arreglaría por sí solo.
Pasó el invierno, y le tocó a la Naturaleza despertar de su letargo. Una bellísima doncella, de nombre primavera, ciñó sus cabellos rubios con una corona de flores, subió a su carroza hecha con rayos de sol, y tiró de las riendas de sus dos corceles.
Al momento, partió el carruaje campo adelante, hacia el norte. Gracias a su influjo, la nieve se derritió, los árboles se revistieron con sus verdes galas, los arroyos cantaron de nuevo, y el aire se cargó de tibios perfumes. La vida renacía por doquier.
Al cruzar el valle de nuestro cuento, Primavera detuvo su carrera. Por todas partes veía niños tristes y padres apenados. ¿Qué sucedía? ¿Por qué tanta desolación? .
Sus pájaros heraldos fueron a investigar, y le contaron el motivo del drama. Asombrada por la actitud del gigante, llegó a la puerta de su jardín, y dijo en alta voz:
- ¡Para castigar tu egoísmo, oh gigante malvado, pasaré de largo sin liberar este jardín del frío invernal!
Tras recomendar a todos los animales del valle que no entrasen en dicho recinto, Primavera montó en su carroza y reanudó la marcha hacia tierras lejanas.
Las buenas gentes del valle dejaron en el armario sus ropas de invierno, y se pusieron otras más ligeras y alegres. Repicaban las campanas; brotaban de los capullos flores' hermosísimas; crecían las cosechas. Entre arrullos y trinos, hacían nidos los pajarillos.
En medio de tanta pujanza, el Jardín del Gigante parecía un islote mortecino. Ni un rayo de sol penetraba en sus enramadas; la nieve cubría el suelo, y la fuente seguía helada. Sus árboles, plantas y capullos aún dormían, ajenos al bullicio del entorno.
- ¡Qué contraste había entre un lado y otro de la verja de hierro! Ciertos personajes advirtieron el prodigio y pernoctaron en el jardín, locos de entusiasmo. Eran el Viento del Norte, Granizo y Escarcha.
- ¡Estupendo! ¡Magnífico! Aquí podré soplar a gusto - gritó el Viento del Norte.
- ¡Y yo aporrearé las plantas! -dijo Granizo.
- ¡Y yo las haré tiritar!. -concluyó Escarcha.
- Esto es un despiste de Primavera - afirmó el primero.
- ¡Sequro! Nos perseguía. Con tanto afán que se ha olvidado de entrar en este jardín - presumió Granizo.
Los tres visitantes se pusieron a trabajar, y el gigante despertó de su larga siesta hecho un carámbano de hielo.
-¡Brrr. .. ! ¡Qué tiempecito! ¡Si ya debería estar aquí la primavera! -se quejó, en plena tiritona.
Se echó siete mantas encima y siguió durmiendo. A cada nuevo despertar, su extrañeza iba en aumento.
Por fin, recelando algún encantamiento de fuera, resolvió actuar:
-Iré a echar un vistazo por ahí, no sea que los del pueblo me la estén jugando.
Tan fuerte era el temporal que no pudo pasar por el porche. De vuelta en la cama, sintió que todos sus huesos crujían de mala manera. Empezó a estornudar.
Como era algo aprensivo, se palpó la frente: ¿tendría fiebre? Sí le parecía. Temiendo caer enfermo, se arrebujó y regresó al mundo de los sueños.
El Viento del Norte se pasó de rosca en su trabajo, ya que, bajo sus embates, la puerta de hierro del jardín osciló furiosamente, rompió la cadena que sujetaba su doble hoja, y se abrió de par en par. El letrero puesto en ella por el gigante echó a volar montaña arriba.
Un niño acertó a pasar por allí. Al ver la puerta abierta, creyó que el gigante había cambiado de idea, y corrió a avisar a sus amigos.
Primavera, entretanto, observaba desde su palacio el maltrecho jardín. Creyendo excesiva la tarea de
Viento del Norte, Granizo y Escarcha, tomó una decisión:
"Entraré con los niños y devolveré a esa mansión todo su esplendor. Además, quiero ver cómo reacciona el gigante".
La chiquillería del pueblo invadió el jardín al poco rato, sorprendida por el paisaje invernal que encontró.
Sin embargo, en un instante, la nieve que cubría el suelo desapareció, los árboles echaron hojas, las plantas se desperezaron, y la fuente empezó a soltar borbotones de agua clara.
En el interior de la casa, el gigante dio señales de vida. Al asomarse a una ventana y contemplar el fenómeno, estalló de alegría:
- ¡Ajajá! ¡Aquí está la primavera!
Salió impetuosamente al jardín, aspiró con fuerza, y miró en redondo. Los niños jugaban en una de sus avenidas. Al divisarle, se quedaron quietos, a la expectativa. Comprendiendo su recelo, el gigante les sonrió e hizo una señal amistosa, como diciendo:
"¡Vamos, seguid jugando, que no pasa nada!".
Ni él mismo sabía el porqué, pero era cierto: disfrutaba teniéndolos allí, estaba a gusto entre ellos.
Empezó a caminar por' el jardín. El sol caldeaba el ambiente; la fronda se desparramaba por doquier; todo azules y bucles dorados lloraba; por lo visto, quería trepar a él.
Embargado por una profunda ternura, el gigante se acercó y le dijo:
- ¡Ven a mis brazos, pequeñín, que yo te subiré!
El niño rozó con sus manitas la rama más baja, y, al momento, el árbol' revivió. Su tronco se enfundó un traje de enredaderas con adorno de campanillas blancas, sus raíces penetraron aún más en la tierra, y todas sus ramas se poblaron de hojas verdes y flores olorosas.
- ¡Oh, qué maravilla! -exclamó el gigante.
Comprendió de golpe lo ocurrido. La primavera había entrado en el jardín del brazo de los niños. Si ese árbol no había florecido antes, era por la incapacidad del pequeñín para trepar a sus ramas.
Corrió el gigante al encuentro de los niños, y empezó a repartir abrazos entre ellos. Regueros de lágrimas surcaban su rostro.
- ¡Qué egoísta he sido! ¡Todo lo quería para mí, sin pensar que vosotros dais luz y calor! ¡Es primavera en el jardín, y también en mi corazón!
La Primavera se alegró mucho de su cambio, tanto, que dijo a sus pájaros heraldos:
- De hoy en adelante, el Jardín del Gigante será el primero en florecer.
Se sucedieron las estaciones con un ritmo natural. El frío seguía al calor, y éste a aquél; venían las grande nevadas para luego irse. Sin embargo, en el Jardín del Gigante reinaba la eterna primavera.
Raro era el día en que los niños no acudían allí, pues habían encontrado en el gigante un compañero ideal para sus juegos. Este se dejaba montar cual potro sumiso, subía a los peques hasta las mayores alturas, cogía la pelota colada entre dos ramas, y daba parte de su merienda a la pandilla. Pero, a decir verdad, cada vez estaba más triste.
- ¿Sabéis algo del pequeñín de ojos azules que tanto me gustaba? No he vuelto a verle por aquí - preguntaba a los niños cada dos por tres.
Ellos se encogían de hombros, más que perplejos. Lo de ese niñito era muy extraño, porque nadie le conocía en el valle. Había aparecido el día en que el gigante se hizo bueno, y después...
Algo intuyeron semanas más tarde, cuando el gigante emprendió viaje al Paraíso, y tocaron a gloria las campanillas blancas del árbol donde subió al querubín.
-Se ha ido con él -dijo una niñita preciosa, con lágrimas en los ojos.
-Ahora sí que lo estará pasando bien. Aquello da cien vueltas a este jardín - afirmó el pecoso.
- Podía haber contado con nosotros, i recórcholis! - protestó el rubito.
Todos elevaron la vista al cielo, ansiosos por seguir las huellas del gigante. Mientras, jugarían en su honor.
Oscar Wilde
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