
En una ciudad del Norte, presidiendo una plaza, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz. Vestido con armadura, digno y esbelto, tenía dos zafiros por ojos, un rubí en la empuñadora de su espada, y láminas de oro recubrieron su cuerpo.
A fines de verano, Piopí sobrevoló dicha ciudad. Era una golondrina, blanca con alas negras, que emigraba a Egipto para pasar allí el invierno. Traía mucho retraso por culpa de sus dos hijitos, demasiados perezosos para salir del nido en su momento.
Como ya se acercaba el crepúsculo, Piopí buscó un árbol donde pernoctar esa noche, pero todos se le antojaron inhóspitos, dio dos vueltas alrededor del Príncipe Feliz, y se dijo:
“Ahí, entres sus plantas, podré dormir gusto”
Buscó la postura adecuada para entregarse al sueño. De improvisto, sintió que una gota le caía encima, y abrió los ojos. Llover no llovía, porque el cielo estaba raso. Entontes, ¿Qué podía ser aquello?
Una detenida inspección de la estatua resolvió el misterio. ¡Príncipe Feliz estaba llorando!
¿Qué te sucede, buen Príncipe?
¡Ay, mí querida amiga! Estoy triste.
¿Triste tú? Te llaman el Príncipe Feliz…
Lo era en vida, pero ahora que soy estatua puedo contemplar desde aquí el sufrimiento de toda la ciudad – se lamentó él.
No sé cómo podré consolarte de tanto dolor y maldad – dudó Piopí.
Llevando el rubí que adorna mi espada a una pobre madre cuyo hijito enfermo está sediento.
Devorado por la fiebre, el niño ansiaba calmar su sed con zumo de naranja, pero su madre, hundida en la miseria, no podía complacerle. Conmovida, Piopí cogió con su pico el rubí que Príncipe le tendía y voló hacia la casita señalada.
Sus ventanas no tenían cristales, y la golondrina pudo entrar fácilmente. Ya sin lágrimas en los ojos, aquella madre dormitaba reclinada sobre una mesa, vencida por tanta angustia. A pocos pasos, el niño se agitaba inquieto en su cama, sin poder conciliar el sueño.
Piopí, aconsejaba, buscó el lugar más idóneo para dejar su tesoro, y escogió un dedal que asomaba desde el cesto de costura. La mujer tenía a medio zurcir unos calcetines de lana del pequeño. En cuanto despertase, querría proseguir su labor, y entonces...
¡Oh!, ¿qué es esto•? ¡Si parece un rubí!-. La golondrina escuchó desde un alero cercano sus voces admiradas y, llena de alegría, emprendió el vuelo de regreso.
Aquella noche, Piopí durmió plácidamente entre los pies de la estatua. Con las primeras luces del alba, despertó y se fue a bañar a un río cercano. Cuando retornó junto al Príncipe Feliz, quiso despedirse de él:
Bueno, Príncipe, no puedo demorar más el viaje. Se aproxima el invierno y debo partir.
Te ruego aún otro favor, golondrina -imploró el Príncipe, con voz doliente.
¿Qué quieres ahora?
Un poeta se muere de frío y hambre. Nadie reconoce su talento, pero la Humanidad le necesita. Toma este ojo de zafiro y llévaselo - explicó él.
Pero, ¡vas a quedarte tuerto! - se admiró Piopí.
No me importa.
La golondrina inició su nueva misión con el pico humedecido por las lágrimas. Siguiendo las indicaciones del Príncipe, dio enseguida con la casucha del poeta, una verdadera ruina. Bien arrimado a una estufa de hierro, el poeta escribía con una mano mientras se soplaba los dedos de la otra para calmar sus escozores.
"¡Qué mal lo está pasando!", pensó la golondrina, - que lo miraba posada en una viga del techo.
Aprovechando un instante en que él se volvió de espaldas, Piopí descendió sobre la mesa y dejó el zafiro entre dos pergaminos recién garabateados, muy a la vista. Acto seguido, volvió a su puesto de observación, y asistió a la reacción del poeta:
¡Vaya, un zafiro! Alguien me lo envía como justa recompensa a mi trabajo. Es lo que yo digo: ningún verdadero talento puede pasar eterna mete inadvertido.
Piopí se alejó con una impresión muy distinta a la de la vez anterior. El poeta era orgulloso, y creía que el mundo le debía ese favor. Quizá le hubiera convenido seguir así un invierno más ...
A la mañana siguiente, la golondrina fue al mar. Durante largo rato, contempló su azul inmenso desde un acantilado inmediato al puerto, mientras pensaba:
"Podría hacer la travesía en la arboladura de cualquier barco; así no me fatigaría tanto."
Incapaz de marcharse sin decir adiós al Príncipe Feliz, la golondrina volvió a su lado:
- Ya es hora de irme; creo que mis hermanas están en Egipto desde hace tiempo- le dijo.
- Quédate una noche más, golondrinita, te lo suplico.
- Lo siento, Príncipe; me es imposible. Casi no puedo parar ya de frío. Un día más así, y moriré -advirtió Piopí, severa.
¿Es que sólo puedes pensar en ti misma? -le reprochó el Príncipe, asombrado-. Veo a una niña harapienta que vende fósforos. Debe tener cosa de diez años. Es rubia y huérfana.
- ¿y bien? - se impacientó Piopí, nuevamente convencida por su bondad.
- Está en un aprieto. Los fósforos se le han caído al barro, y hoy se quedará sin cenar; así que IIévale el ojo que me queda -explicó el Príncipe.
Por un instante, Piopí pensó replicar, pero comprendió que sería inútil, y escuchó todos los detalles del asunto. Fue muy sencillo arrojar el zafiro desde lo alto, en pleno vuelo, y grato en verdad observar el gozo de Helga - que así se llamaba la niña - al descubrir la joya reluciendo en el barro, muy cerca de sus pies.
Antes de dormirse, Piopí contó al Príncipe su última aventura, y también sus andanzas de años anteriores. Había cruzado océanos imponentes, salpicados de arrecifes en sus bordes, profundos aguas adentro; conocía varios continentes, con sus llanuras y sus desiertos, quebrados por grandes montañas y protegidos por densos bosques.
En Egipto tenía su segundo hogar, un nido resistente y amplio. Allí reinaba la primavera, con vientos suaves de día y un firmamento estrellado de noche.
- Eso que me cuentas es hermoso, golondrina, pero aún es más bonito consolar el dolor de los hombres - comentó el Príncipe Feliz.
- Por eso me he quedado contigo - reconoció Piopí.
- Ahora que no tengo ojos, dime qué ves en la ciudad - pidió el Príncipe.
- Antes he de recorrerla muy despacio, Príncipe, porque yo no tengo ojos de zafiro - advirtió Piopí.
Al emprender su nueva misión, la golondrina renunciaba a toda posible salvación. Le quedaban ya pocas fuerzas, y pensó en lo bien que lo estarían pasando sus hermanas de Egipto. Sin embargo, no se arrepentía de su generosidad. El Príncipe le había enseñado a dar a su vida un sentido nuevo y maravilloso.
Piopí sobrevoló palacios resplandecientes, donde ricos comensales celebraban unos banquetes de ensueño. En cada una de sus puertas, cuadrillas de mendigos pedían limosna a los invitados retrasados, y éstos los rechazaban; incluso algunos criados salían provistos de gruesos palos para ahuyentarlos.
En muchas casas, las familias se apretujaban ateridas de frío; vestían sucios harapos y caían como chinches, víctimas de las enfermedades.
Pensaba la golondrina, ya de regreso a la estatua: "Los hombres no se tratan como hermanos".
De haber tenido aún sus ojos, el Príncipe Feliz hubiese llorado al escuchar las noticias traídas por Piopí.
Con un simple susurro, sólo acertó a decir:
- Golondrina, reparte las láminas de oro que recubren mi cuerpo entre los pobres de la ciudad.
- Si te parece, empezaré mañana, Príncipe. ¡Ahora me siento tan cansada!
Apenas se hizo de día, reanudó su trabajo. Con el pico fue arrancando pedacitos de oro de la estatua; cuando tenía suficiente cantidad, emprendía el vuelo y dejaba caer su valiosa lluvia junto a los seres necesitados.
La mujer paralítica que no podía ganarse la vida, el padre de familia acosado por las deudas, la muchacha desnutrida y el viejo enfermo... todos, todos los pobres de la ciudad recibieron una lámina de oro que alivió su situación.
La golondrina que finalmente se posó en el hombro del Príncipe, era ya sólo un espectro agonizante y alegre. Apenas tuvo aliento para decir a su amigo:
- Bueno, ya no hay tanto dolor en esta ciudad.
- Vete ya a Egipto, golondrinita querida, que aún estás a tiempo - la animó el Príncipe.
- No, Príncipe. No puedo, me muero.
-¿Tan mal te sientes? Vamos, escóndete entre mis pies, y ahí estarás calentita hasta que luzca de nuevo el sol - recomendó el Príncipe, muy angustiado.
- Te agradezco el gesto, pero es inútil, Príncipe.
En un supremo esfuerzo, la golondrina dio al Príncipe un beso de despedida, y después cayó exánime entre sus plantas.
. ¡Golondrina, golondrina!, ¿dónde estás? -gritó el Príncipe, alarmado. No obtuvo respuesta.
Al día siguiente, el alcalde de la ciudad, acompañado de su ediles, pasó junto a la estatua del Príncipe Feliz, camino del Ayuntamiento. Sus ojos se detuvieron en aquel esqueleto de plomo ennegrecido, sin ojos ni prestancia, y exclamó:
- Qué horror, caballeros! Nuestro Príncipe Feliz parece un mendigo. Hay que quitar la estatua. Fundiremos su plomo, y haremos con él mi efigie.
- El alcalde tiene ideas brillantes - corroboró el alguacil.
Una cuadrilla de obreros desmontó la estatua del Príncipe Feliz, y condujo sus restos hasta el horno de una fundición. El plomo se derritió enseguida entre las llamas, pero el corazón del Príncipe no ardía, inmune al espantoso calor. Picado por la curiosidad, un operario extrajo el corazón del horno, lo miró atentamente y dedujo:
- No arde porque su plomo es de baja calidad.
Sin más, lo arrojó al montón de desperdicios de la factoría, justo al lado de la pobre golondrina.
Esa misma noche, un empleado que trabajaba cerca del basurero, observó algo que le llamó la atención: dos objetos emitían dorados destellos. Se acercó y vio que se trataba del cadáver de Piopí y del corazón del Príncipe; intentó cogerlos, pero tan pronto se acercaban sus manos, el resplandor se extinguía.
Desconcertado, dio la espalda a aquel prodigio, y lo olvidó poco después.
En esos mismos instantes, un hada descendía a la Tierra para cumplir una hermosa misión. En su país de origen se la conocía por Maravillas.
La Reina de las Hadas, sabedora de los despistes de Maravillas, había escrito su encargo en un pergamino que decía lo siguiente: "Tráeme las dos cosas más valiosas que encuentres en esa ciudad".
Una gran luz inundó el firmamento. Muchos despertaron, y quisieron hallar explicación al misterio. Entonces, se oyó una voz:
- Buenas noches a todos. Soy Maravillas, un hada mensajera, y vengo a lIevarme de la ciudad las dos cosas más valiosas que pueda encontrar.
Nada veían los curiosos, salvo un resplandor cegador que, de pronto, incluyó dos centelleos más pequeños. Maravillas con el cuerpecillo de Piopí en una mano y el corazón del Príncipe Feliz en la otra, emprendió su vuelo de regreso al País de las Hadas.
Ya ante la Reina, Maravillas se inclinó respetuosamente, ofreciendo sus presentes.
- Un corazón que sintió piedad de sus semejantes, y una golondrina que murió por amor - dijo la Reina sonriendo -. Dos tesoros que no tienen precio.
Oscar Wilde
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