25/08/2010

ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA

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ALADINO Y LA LÁMPARA MARAVILLOSA
En una remota aldea de China vivía el joven Aladino. Aunque él y su madre pasaban hambre y privaciones,
Aladino era un holgazán. Una mañana conoció a un forastero. Tenía un aspecto muy extraño; vestía un traje aparatoso, y en su turbante resplandecía una estrella muy original.
- ¿No eres tú por casualidad el hijo del sastre Mustafá? -preguntó al joven.
- Sí, pero mi padre murió hace años. ¿Quién Sois vos? -le contestó Aladino, extrañado.
- Un hermano de vuestro padre - afirmó el extranjero, que casi parecía un mago.
Y mago era, en efecto. Buscando desde tiempo atrás un muchacho listo y decidido que sirviera a sus propósitos, fingió ante Aladino un parentesco inexistente, con el fin de ganarse su voluntad y estimación.
El muchacho, perplejo, le llevó a su casa y le presentó a su madre, quien no sabía que su difunto esposo tuviese un hermano. Algunas monedas de oro extraídas de una bolsa granjearon al mago la definitiva confianza de Aladino y su madre. Según aquél, ambos vivirían en adelante protegidos por sus incontables riquezas, en compensación a la enemistad que le distanció de "su hermano". Por de pronto, aquellas monedas de oro procuraron ricas viandas y finos vestidos a los moradores de la casa.
Un día, el mago manifestó su deseo de pasear por las afueras de la aldea, y Aladino le acompañó. Junto a las márgenes de un anchuroso río, el mago se entretuvo en hacer una hoguera. Miró absorto las llamas un buen rato; luego, pronunció unas palabras incomprensibles, y la tierra comenzó a temblar violentamente.
Del fondo de las llamas surgió un remolino de vapores azulados, densos al principio, transparentes después, que enseguida dejaron ver una profunda oquedad en el suelo, jalonada por una escalera.
Deseaba el mago que Aladino descendiera por aquella escalera al fondo de una gruta encantada, donde, según él, se acumulaban fascinantes riquezas. Temerosa y soñador a un tiempo, el muchacho no se decidía, por lo cual el mago puso en su dedo índice un anillo mágico que le preservaría de todo riesgo.
La codicia se impuso finalmente y Aladino bajó por la empinada escalera. Algunos tramos eran muy peligrosos, por lo resbaladizo y oscuro. El mago no podía bajar por allí.
De repente, miles de cegadores destellos rasgaron la oscuridad, y Aladino se encontró en un mundo de increíbles riquezas. Diamantes, rubíes, esmeraldas, brazaletes, zafiros, collares y broches, llenaban la gruta encantada. Aladino, por un instante, sintió vacilar sus sentidos.
-¿Ves una lámpara de brillante metal? -le preguntó el mago desde arriba.
- ¿Una lámpara? ¡Oh, sí, aquí está, pero no vale nada en comparación con las piedras preciosas que refulgen en torno mío! -voceó Aladino.
- ¡Olvídate de lo demás, y sube enseguida la lámpara! ¡Me es muy necesaria! -gritó el mago, impaciente.
- Antes vais a permitirme que coja algunas de estas joyas - dijo Aladino.
-¡Sube la lámpara! ¡Mi suerte y la tuya dependen de ello! -chilló el mago, fuera de sí.
Era inútil su afán por hacerse obedecer. Aladino se llenaba de joyas los bolsillos. Entonces, el mago lanzó un exhorto mágico, y la entrada a la gruta se cerró.
Aladino había quedado atrapado bajo la tierra.
Por más que buscó salida, nada se le ocurrió. Desesperado, se frotó ambas manos, y notó que el anillo empezaba a danzar locamente en su dedo. Después, brotó de él un resplandor fulminante, y la figurilla de un genio se materializó ante sus ojos. Dijo:
- ¿Qué deseáis de mí?
Pasmado, Aladino sólo acertó a decir:
- De .... devolvedme a mi casa, os lo ruego.
- En el acto, mi señor - repuso el genio. Aladino se halló de pronto ante la puerta de su casa, con la lámpara codiciada por el mago en su mano izquierda, y el traje repleto de joyas.
Su madre le recibió con infinita alegría. Aladino narró su aventura, puso la lámpara sobre una alacena y, sin preguntarse por qué la deseaba tanto el mago, empezó a vender las joyas que había traído consigo.
Pasaron algunos años. Aladino y su madre gozaron de un bienestar jamás conocido; pero llegó el día en que necesitaron vender la última joya para poder comer, y su madre quiso vender la lámpara. Aladino se resistía.
Sin embargo, la necesidad se imponía, y era menester limpiarla bien antes de venderla. Cuando Aladino la frotó con un paño, una especie de rayo luminoso surgió de ella, y se apareció un genio.
-Pedidme cuanto queráis, que os serviré gustoso.
Aladino no se inmutó, acostumbrado ya al prodigio:
- Traedme abundantes manjares -ordenó.
Madre e hijo conocieron otra vez la opulencia, pero no se dejaron trastornar por ella.
Un día, Aladino pudo contemplar a la princesa Brudulbudura, hija única del Emperador, y se enamoró locamente de ella. Durante mucho tiempo, apenas probó bocado, fustigado por el dolor de su corazón.
- Id a palacio, madre, y solicitad del Emperador, para mí, la mano de su hija Brudulbudura.
- ¿Acaso has perdido el juicio, hijo mío? i Ella es una princesa! -se admiró su madre, pero ningún razonamiento logró disuadirle.
Tras vencer innumerables obstáculos, la madre de Aladino se inclinó ante el Emperador, y cumplió el deseo del muchacho, ofreciéndole además una fuente repleta de piedras preciosas como regalo a la princesa.
- Creo que el dueño de este tesoro es muy digno de casarse con mi hija ---' admitió el Emperador.'
Pero unas palabras del Primer Ministro le hicieron reflexionar. En realidad, el ambicioso personaje deseaba casar a su hijo con la princesa; por ello despertaba los recelos de su Emperador. Su Majestad permitió que aquél impusiese condiciones suplementarias al compromiso de boda:
- El Emperador concederá a vuestro hijo la mano de la princesa cuando añadáis a esta fuente de joyas otras cuarenta semejantes, además de ochenta esclavos y dos mil sacos de oro - dijo el Primer Ministro.
Aladino encontró realizable tal exigencia, porque nada se resistía al mágico poder de la lámpara. Ataviado con fastuosos ropajes y relucientes joyas, encabezó un cortejo nunca visto por las gentes de su aldea, y se dirigió a palacio.
El Primer Ministro, abrumado por este derroche de poder y riqueza, ya no pudo inventar otra objeción, y el Emperador refrendó el compromiso matrimonial.
Antes de celebrar sus bodas, Aladino quiso ofrendar a la princesa un palacio superior a los conocidos, y dotado de todo lo necesario para una vida regia. El genio de su lámpara maravillosa obró el milagro.
Aladino y su esposa no cabían en sí de felicidad. El Emperador iba cobrando afecto a su yerno, y le consultaba cualquier asunto de gobierno que mereciera su interés.
Un día, algunas provincias del Imperio se rebelaron contra la Corona, y Aladino fue nombrado general supremo de los ejércitos de Su Majestad. No sin gran dolor, se despidió de Brudulbudura.
Muy lejos, el mago que sepultó a Aladino en la gruta encantada consultaba sus libros cabalísticos, tan repletos de signos misteriosos, jeroglíficos y fórmulas.
Alrededor del anciano, retortas, alambiques y demás instrumentos propios de la alquimia llenaban la lóbrega estancia. De repente, leyó algo que enardeció su sangre:
- ¡Aladino ha desposado a la hija del Emperador y guarda la lámpara mágica que tanto he anhelado!
Caviló día y noche hasta dar con el plan más astuto. Reunió seis lámparas casi iguales a la otra, las limpió, las puso todas en un cesto y, valiéndose de sus poderes mágicos, se trasladó junto al palacio de Aladino.
El mago africano voceó su mercancía frente a los muros del palacio sin que los guardianes le molestasen. Tras mucho insistir en sus idas y venidas, una esclava al servicio de la princesa se interesó por su oferta, que consistía en vender una de sus lámparas a cambio de “otra lámpara vieja poseída por Aladino". Brudulbudura no halló inconvenientes al canje, pues aún ignoraba el secreto poder de la lámpara.
Al día siguiente, el palacio de Aladino había desaparecido, junto con la princesa y toda la servidumbre. Nadie podía creer lo sucedido. El
Emperador, tan pronto conoció la noticia, ordenó a su Primer Ministro:
- ¡Traedme cuanto antes a ese embaucador! -. Se refería a Aladino, enfrascado por entonces en violentos combates contra los rebeldes.
Sorprendido, Aladino regresó de los campos de batalla para postrarse ante el Emperador, quien le dijo:
- ¡Sois un falsario, merecéis la pena de muerte!
- Nunca os he mentido, Majestad, pero algo se ha vuelto contra mí -se defendió Aladino.
-¡Ved a dónde ha conducido vuestra magia! ¡Os haré decapitar al amanecer!
A duras penas consiguió Aladino una tregua a su condena, siquiera el tiempo justo para intentar recobrar a Brudulbudura. El Emperador, animado por un rayo de esperanza, consintió en ello. Su hija era lo primero para él.
Aladino recorrió el Imperio sin que nadie pudiese darle razón de su esposa. Presentía que el mago africano estaba tras todo el asunto, pero ¿dónde encontrarle, ahora que ya no tenía un poder mágico a su servicio?
Casualmente, se frotó ambas manos, y el anillo mágico de su dedo entró en actividad. ¡Se había olvidado de él!
- Llévame a mi palacio - ordenó al genio.
En un instante, éste le condujo al último rincón de África, donde el mago compartía su palacio con Brudulbudura.
Por medio de una esclava, Aladino concertó una cita con su esposa en los jardines del palacio, y planearon deshacerse del mago africano.
Una opípara cena junto a Brudulbudura hizo concebir falsas esperanzas al mago, que aceptó de la princesa una copa de vino narcotizado. En el acto, el mago cayó profundamente dormido. Aladino se reunió con su esposa, y buscaron la lámpara mágica. La encontraron entre los pliegues de su túnica.
- Traslada de nuevo mi palacio, con nosotros dentro, a su lugar de origen, con excepción del mago africano - ordenó Aladino al genio de su lámpara. Dicho y hecho.
El Emperador vio cómo el palacio de Aladino reaparecía. Su Majestad perdonó a Aladino y abrazó tiernamente a su hija, quien le explicó las fechorías del mago africano. Conmovido, el Soberano dijo a su yerno:
- Reconozco el infalible poder de tu talismán, pero admiro sobre todo tu valor y perseverancia, hijo mío. Desde hoy te nombro mi sucesor y único consejero.
Galland, Antoine

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