Cuento de Bambi
Los primeros rayos del sol se filtraron en la espesura, y el cuco despertó de su sueño. La naturaleza traía a los animalitos del bosque el regalo de un nuevo día.
Fue Jilguero quien antes alzó el vuelo, fiel a su costumbre; quería enterarse de las buenas noticias. En mitad de un claro divisó algo que le entusiasmó:
- ¡Eh, amigos! – gritó a sus congéneres-. ¡Ha nacido un nuevo príncipe del bosque!
Era verdad. Junto al regazo de mamá Cierva, se acurrucaba un tembloroso cervatillo.
Todos los habitantes del bosque acudieron a presenciar tan feliz suceso. Lucero, un conejo de mucho prestigio, preguntó a mamá Cierva:
- ¿Qué nombre vas a poner a tu hijito?
- Bambi – repuso ella -. Es corto y suena bien.
- ¡Oh, sí! ¡Bambi! – pronunció con gusto.
Cayó simpático el cervatillo a los allí congregados. Ya desde las primeras horas quiso ponerse en pie y vagar por su cuenta. Como es natural, sus patas aún no aguantaban, y se doblaban a cada momento.
- ¡Mirad, Bambi intenta levantarse! – exclamó eufórico Lucero
Cada nuevo traspiés o caída provocaba en él un nuevo impulso. Su voluntad se fortalecía hasta depararle finamente la victoria.
- ¡Se tiene en pie! ¡Lo ha conseguido!
Pronto, las cosas adquirieron importancia para Bambi, que miraba acá y allá ansiosamente. El revoloteo de algunos pájaros sobre su cabeza centró su interés.
- Son pájaros, Bambi – le enseñó Lucero.
- ¡Pa-rraco! Probó a decir el cervatillo.
- ¡Nooo! ¡Pá-ja-ros! – insistió el conejo.
- ¡Pá…jaros!
- ¡Eso es! – aplaudieron todos, muy satisfechos.
Bambi giró en redondo al sentir que algo se posaba en su colita. No lograba descubrir al visitante, por más vueltas que daba. Finalmente, con el rabillo del ojo, lo percibió.
- ¡Pájaro! – exclamó
- ¡No, Bambi, es una mariposa!
- ¡Mariposa! – repitió el cervatillo, al fijarse en el mar de colores que llenaba una porción del claro.
Lucero cogió una de ellas, se la mostró, y dijo:
- ¡Flor! ¡Aver, repite! ¡Flor!
En lugar de obedecer, Bambi desvió la mirada, y reparó en un zorrito negro que emergía de entre las flores.
- ¡Flor! – le saludó Bambi, alborozado.
- Te confundes, Bambi, yo no soy una flor. Pero llámame así, si quieres – concedió el zorrito.
- Flor – insistió el cervatillo.
- Muy bien, Flor – admitió su nuevo amigo.
Transcurrieron algunas semanas. Bambi crecía rápidamente, y no cesaba de corretear por el bosque, siempre en compañía de Flor, su madre, y otros amigos. A cada paso, descubría nuevas maravillas, y su gozo aumentaba. El sol, el aire, las nubes, las plantas, todo le admiraba e infundía curiosidad.
Un día, Bambi se contemplaba en las aguas de una charca, perplejo de ver su imagen en ellas. De repente, distinguió un rostro junto al suyo, casi igual de aspectos. Sobresalto, alzó la cabeza, y se encontró con otro cervatillo:
- ¡Hola, Bambi! – saludó la recién llegada -. Me llamo Falina. ¿Quieres jugar conmigo?
Era la primera vez que se topaba con una hembra de su propia especie. Desconcertado, repuso.
- Bueno, jugaremos si te empeñas…
Bambi se sentía muy a gusto junto a Falina, y la unió a su grupo de amigos inseparables.
Una mañana, al despertarse, Bambi observó algo insólito: el bosque se había vuelto blanco. Mientras daba unos cuantos pasos por la mullida alfombra que recubría la hierba, sintió mucho frío.
- ¿Qué es esto, mamá? – preguntó.
- Nieve, Bambi. Anuncia la llegada del invierno.
- ¿El invierno? – se extrañó el cervatillo.
- Sí, hijo, una estación del año que siempre nos trae problemas – explicó mamá Cierva, con gesto preocupado.
Pronto se acostumbró Bambi a trotar sobre la nieve. Patinar en el lago helado, con Lucero, era otra cosa.
- ¿Lo ves? ¡Sencillísimo! – se jactaba el conejo, haciendo alarde de sus habilidades.
- ¡No te hundes! – se admiró Bambi, todavía inmóvil en la orilla.
- ¡Claro que no! ¡Venga, decídete! ¡Toma impulso y déjate llevar! – le animó su amigo, pasando junto a él como un rayo.
Bambi adelantó torpemente una pata, luego otra, después una tercera y… ¡catacroc!
- ¡Ja, ja, ja! – Lucero rodaba por el hielo muerto de risa al ver el trompazo que se había dado el cervatillo.
Este, algo enfurruñado, lo intentó de nuevo, y, como siempre, su voluntad se impuso poco a poco. Días después, era un maestro del patinaje sobre hielo.
La presencia de cazadores en el bosque alarmó a mamá Cierva. Solía suceder todos los años por esa época, y bien sabía ella lo que tal cosa significaba.
- Bambi, hijo mío – dijo a su cervatillo-. Tenemos que ir a las tierras altas enseguida. Pase lo que pase, no te separes de mí, y corre sin detenerte.
- Pero ¿Qué ocurre, mamá?
- Los hombres están en el bosque, y debemos huir de ellos. Son muy peligrosos. ¡Vamos!
Emprendieron una veloz carrera sobre la nieve. De vez en cuando, mamá Cierva miraba hacia ambos lados, y olfateaba, advertida por su certero instinto. Bambi procuraba mantenerse junto a ella, algo perplejo ante una situación que no comprendía.
Al escuchar la brusca denotación, Bambi se detuvo en seo, y vio cómo su madre se tambaleaba, mientras regaba son su sangre la nieve inmaculada.
- ¡Corre, hijo mío sin parar! ¡Has de ponerte a salvo! ¡Corre, por lo que más quieras! – gritó mamá Cierva, con voz lastimera.
Bambi, muy asustado, reanudó la fuga hasta caer rendido sobre la nieve, y una terrible confusión llenaba su mente. Se adormeció poco a poco. De improviso, alguien le arrancó de su sopor:
- Despierta, Bambi.
Alzó la cabeza. El Gran Príncipe del bosque estaba junto a él, majestuoso como ningún otro ciervo.
- ¿Dónde está mamá? – preguntó, llorando.
- Los hombres se la han llevado. Desde ahora seré yo quien te proteja, no debes preocuparte.
Bambi, reanimado por la prestancia y amabilidad del Gran Príncipe, se puso en pie. Una etapa de su vida había terminado, y otra nueva empezaba.
Al llegar la primavera, Bambi lucía ya una hermosa cornamenta. Y, gracias a las enseñanzas del Gran Príncipe, podía bastarse a sí mismo.
Su reencuentro con Lucero, Flor y demás compañeros de juegos, le causó una gran alegría. ¡Estaban todos cambiados! Ellos también parecían admirados de su empaque.
- ¡Cielos, Bambi! ¡Cómo has crecido! – exclamó Lucero.
- ¡Si ya eres un ciervo de verdad! – le aduló Flor.
Volvieron los felices tiempos. El sol calentaba como antes, la hierba rezumaba frescura.
Por todas partes resonaban gorjeos y reclamos de animales en celo. Según la opinión de Búho, el sabio más respetado del bosque, todo el mundo se enamoraba y formaba una familia por aquellas fechas.
Primero fue el conejo, después el zorro, y, por último, Bambi.
Ocurrió una tarde muy serena. Bambi trotaba en solitario, algo distraído, cuando sintió una caricia en su hocico. Sorprendido volvió la cabeza, y vio una cierva hermosísima.
- ¿Qué tal, Bambi? ¿Ya no me reconoces?
- Pues, la verdad… - dudó Bambi.
- Soy Falina, tu amiga del pasado otoño.
- ¡Falina! ¡Vaya sorpresa! – reaccionó Bambi.
Trotaron por las profundidades del bosque un buen rato. Bambi no podía apartarse de su amiga. Estando junto a ella, se olvidaba hasta de comer y beber.
Penetraron ambos en un claro muy abierto. Casi en su extremo opuesto, aguardaba un ciervo de notable fortaleza y fiero aspecto. No le gustabas aquel idilio entre Bambi y Falina.
- ¿Con qué permiso invades mis dominios? – retó el otro ciervo a Bambi.
- ¿Tus dominios, dices? Esto es de todos – contestó Bambi, estirando el cuello.
- ¡Lo veremos! – amenazó su rival – Y otra cosa: Falina también me pertenece.
Al hacer ademán de llevársela, despertó las iras de Bambi, y la lucha fue inevitable.
Chocaron las astas con fuerza descomunal. Los combatientes derrochaban bravura, entre resoplidos. Bambi notó que sus energías se agotaban rápidamente. Desde luego, tenía menos edad que su adversario.
Empezó a ceder terreno. Falina, que asistía a la lucha con gesto espantado, deseaba fervientemente el triunfo de Bambi.
- ¿Qué, aún no te das por vencido? – resopló el ciervo más entero.
- ¡Es muy pronto para eso! – contestó Bambi.
Una fugaz mirada a Falina le dio nuevos arrestos, al comprobar por la extensión de sus ojos que ella la amaba. Con gran brusca sacudida, liberó sus astas de las de su rival, y atacó después su flanco descubierto.
El otro ciervo no pudo resistir se embestida, y rodó por el suelo bastante magullado. Bambi no se ensañó con él y permitió su huida. ¡Falina era suya!
La súbita estampida de animales sorprendió a Bambi en pleno descanso. El viento traía humo y cenizas y ello sólo significar una cosa: ¡fuego!
Desde lo alto de una roca, Bambi vio la magnitud del peligro. Un frente de llamas de varios kilómetros avanzaba rápidamente. Con gran resolución, empezó a batir el bosque para avisar a los despistados.
- ¡Todos al islote del río! ¡Fuego no podrá llegar hasta allí! – gritaba, una y otra vez.
El Gran Príncipe se unió a él en tan arriesgada labor, y pronto se las vieron ambos con las llamas y el humo.
- ¡Retirémonos hacia la cascada! – aconsejó el Gran Príncipe, al sentir chamuscadas sus astas por lenguas ardientes. Sin embargo, furiosas llamaradas los separaron cerca de la cascada.
Bambi corrió entre el fuego. Casi asfixiado, saltó a la corriente y dejó caer desde lo alto de la cascada. Poco después, las aguas lo depositaron en un remanso del islote.
Al recobrar el sentido, Bambi supo que nadie había muerto en el incendio, y se puso muy contento. Todavía se alegró más cuando el Gran Príncipe – único herido leve de la colina – dijo:
- La primavera dará otra vez al bosque su antiguo esplendor, y los hombres dejarán de molestarnos por mucho tiempo.
Tan bella estación trajo verdor y fragancia a la floresta. Dos cervatillos tuvieron Falina y Bambi, y Bami heredó los poderes del Gran Príncipe.
Autor: Felix Salten