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LA NIÑA QUE NO PODÍA DECIR LA “A”

LA NIÑA QUE NO PODÍA DECIR LA “A”

(Una niña y su padre, a la hora del desayuno)

NIÑA: Buenos díes, pepé.
PADRE: Pero, hija ¿por qué me dices Pepe, si sabes perfectamente que me llamo Juan?
NIÑA: No te he llemedo Pepe, pepé. ¡No puedo decir le letre E!
PADRE: ¿Me estás tomando el pelo?
NIÑA: ¡No! ¡Bueee, bueee!

(Entra la madre.)

MADRE. ¿Qué te pasa, hijita? ¿Por qué lloras de esa forma tan rara?
PADRE: No puede decir la letra A.
NIÑA: Eeee… ¡Es verded, no puedo decir le Eeee…! ¡Bueee!
PADRE: No llores, hija. Voy a buscar al vecino, que es médico.
NIÑA: ¡Bueee…! ¿Qué voy e hecer, sin poder decir le E? ¡Todos se burleren de mí!
(Sale el padre y vuelve el médico.)

MÉDICO: A ver niña, ¿Qué te pasa?
NIÑA: ¡No puedo decir le E!
MADRE: No lo entiende, doctor. Lo que pasa es que no puede decir la letra A. Cuando quiere decir A, le sale la E.
MÉDICO: ¡Qué cosa más rara!… si no puede decir la A, a lo mejor es por falta de vitamina A, Que consuma muchas zanahorias, que son muy ricas en esta vitamina, a ver si se le pasa.
PADRE: ¿Y si no le pasa?
MÉDICO: Pues tendrá que aprender a hablar sin la A. En vez de decir “cara” tendrá que decir “rostro”, y en vez de “cabeza” tendrá que decir “coco”. No es tan difícil. Deberán comprarle un buen diccionario de sinónimos. Adiós. (Se va.)
MADRE: Voy a prepararte inmediatamente jugo de zanahoria, hijita.
NIÑA: ¡Bueee, bueee!

(Entra la abuela)

ABUELA: ¿Qué pasa? ¿A qué viene tanto alboroto?
MADRE: La niña no puede decir la letra A.
NIÑA: ¡Bueee…! ¡Nunque volveré e hebler normel!
ABUELA: ¡Qué tontería! Esto se lo quito yo como si fuera un hipo.

(La abuela se acerca a la niña por detrás con una máscara y le da un susto.)

ABUELA. ¡Buuu!
NIÑA: ¡Aaaah!
ABUELA: ¿Lo ven? Ya ha dicho la A.
NIÑA: ¡Es verdad, he dicho A!

Carlo Frabetti

EL ORIGEN DEL AJEDREZ - Fragmento de "El Hombre que Calculaba" Malba Tahan

EL ORIGEN DEL AJEDREZ

La guerra, con su cortejo falta de calamidades, amargó la existencia del rey Ladava. Entre los muertos, con el pecho atravesado por una flecha, quedó en el campo de combate su joven hijo, el príncipe Adjamir.

El rey no podía olvidar las peripecias de la batalla en que murió Adjamir. El desgraciado monarca se pasaba horas y horas trazando en una gran caja de arena, las maniobras ejecutadas por sus tropas durante el asalto.

Un día, al fin el rey fue informado de que un joven brahmán – pobre y modesto – solicitaba audiencia. Llegado a la gran sala del trono, el brahmán fue interpelado, conforme a las existencias del ritual, por uno de los visires del rey, de la siguiente manera:

- ¿Quién eres? ¿de dónde vienes? ¿Qué deseas?
- Mi nombre – respondió el joven brahmán – es Lahur Sessa y procedo de la aldea de Namir. Al lugar donde vivo, llegó la noticia de que nuestro bondadoso rey pasaba sus días en medio de una profunda tristeza, amargado por la ausencia del hijo que le había sido arrebatado. Con tal motivo, convenía inventar un juego que pudiera distraerlo y abrir en su corazón las puertas de nuevas alegrías. Y ese es el humilde presente que vengo ahora a ofrecer a nuestro rey Ladava.

Lo que Sessa traía al rey Ladava era un gran tablero cuadrado dividido en sesenta y cuatros cuadros o casilla iguales. Sobre este tablero se colocaban, no arbitrariamente, repetían simétricamente las formas ingeniosas de las figuras y habían reglas curiosas para moverlas de diversas maneras.

Sessa explicó pacientemente al rey, a los visires y a los cortesanos que rodeaban al monarca, en qué consistía el juego y les explicó las reglas esenciales. Al cabo de pocas ya derrotar a sus visires en una partida impecable. Sessa intervenía respetuoso de cuando en cuando, para aclarar una duda o sugerir un nuevo plan de ataque o de defensa.

- Obsercad – dijo el inteligente brahmán – que para obtener la victoria resulta indispensable el sacrificio de este visir… E indicó precisamente la pieza que el rey Ladava había estado defendiendo o preservando con mayor empeño a lo largo de la partida.

El juicioso Sessa demostraba así, que el sacrificio de un príncipe viene a veces impuesto por la fatalidad, para que él resulten la paz y la libertad de un pueblo. Al oír tales palabras, el rey Ladava, sin ocultad el entusiasmo que embargaba su espirtud, dijo:

- ¡No creo que el ingenio humano pueda producir una maravilla comparable a este juego tan interesante e instructivo! Moviendo estas piezas tan sencillas, acabo de aprender que un rey nada vale sin el auxilio y la dedicación constante de sus súbditos, y que a veces, el sacrificio de un simple peón vale tanto como la pérdida de una poderosa pieza para obtener la victoria. Y dirigiéndose al joven brahmán, le dijo:
- Quiero recompensarte, amigo mío, por este maravilloso regalo que tanto me ha servido para el alivio de mis viejas angustias. Dime, pues, qué es los que deseas, dentro de lo que yo pueda darte, a fin de demostrar cuán agradecido soy a quienes se muestran dignos de recompensa.
- ¡Poderoso señor! – replicó el joven mesuradamente ero con orgullo – No deseo más recompensa por el presente que os he traído, sólo la satisfacción de haber proporcionado un pasatiempo al señor de Taligana, a fin de que con él, alivie las horas prolongadas de la infinita melancolía. Estoy pues sobradamente recompensado, y cualquier otro premio sería excesivo.
- Me causa asombro tanto desdén y desamor a los bienes materiales, ¡oh joven! La modestia, cuando es excesiva, es como el viento que apaga la antorcha y ciega al viajero en las tinieblas de una noche interminable. Para que el hombre vencer los múltiples obstáculos que la vida le presenta, es preciso tener el espíritu preso en las raíces de una ambición que lo impulse a una meta. Exijo por tanto, que escojas sin demora una recompensa digna de tu valioso obsequio. ¿Quieres una bolsa llena de oro? ¿Quieres un arca repleta de joyas? ¿Quieres un palacio? ¡Aguardo tu respuesta y queda la promesa ligada a mi palabra!
- Rechazar vuestro ofrecimiento tras lo que acabo oír, respondió Sessa, sería menos descortesía que desobediencia. Aceptaré pues la recompensa que ofrecéis por el juego que inventé. La recompensa habrá de corresponder a vuestra generosidad. No deseo, sin embargo, ni oro, ni tierras, ni palacios. Deseo mi recompensa en granos de trigo.
- ¿Granos de trigo?, Exclamó el rey sin ocultar su sorpresa ante tan insólita petición. ¿Cómo voy a pagarte con tan insignificante moneda?
- Nada más sencillo, explicó Sessa. Me daréis un grano de trigo por la primera casilla del tablero; dos por la segunda; cuatro por la tercera: ocho por la cuarta; y así; doblando sucesivamente hasta la sexagésima cuarta y última casilla del tablero. Os ruego, ¡oh rey!, de acuerdo con vuestra magnánima oferta, que autoricéis el pago en granos de trigo tal como he indicado…
No sólo el rey, sino también los visires, los brahmanes, todos los presentes se echaron a reír estrepitosamente al oír tan extraña petición. El desprendimiento que había dictado tal demanda, era en verdad como para causar asombro a quien menos apego tuviera a los lucros materiales de la vida.

- ¡Insensato! – exclamó el rey - ¿Dónde aprendiste tan necio desamor a la fortuna?

La recompensa que me pides es ridícula. Pero, en fin, mi palabra fue dad y voy a hacer que te hagan el inmediatamente de acuerdo con tu deseo.
Mandó el rey llamar a los algebristas más hábiles de la corte y ordenó que calcularan la porción de trigo que Sessa pretendía. Los sabios calculadores, al cabo de unas horas de profundos estudios, volvieron al salón para someter al rey el resultado completo de sus cálculos.

El rey les preguntó, interrumpido la partida que estaba jugando:
- ¿Con cuántos granos de trigo voy a poder al fin corresponder a la promesa que hice al joven Sessa?
- ¡Rey magnánimo! Declaró el más sabio de los matemáticos-. Calculamos el número de granos de trigo y obtuvimos un número cuya magnitud es inconcebible para la imaginación humana. Calculamos en seguida con el mayor rigor cuantas cifras correspondía a ese número total de granos y llegamos a la siguiente conclusión: el trigo que habrá que darle a Lahur Sessa equivale a una montaña, que teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien veces más alta que el Himalaya. Sembrados todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de trigo que según vuestra promesa corresponde en derecho al joven Sessa.
El soberano hindú se veía por primera vez, ante la imposibilidad de cumplir la palabra dada.

Lahur Sessa – dicen las crónicas de aquel tiempo – como buen súbdito, no quiso afligir más a su soberano. Después de aclarar públicamente que olvidaba la petición que había hecho y liberaba al rey de la obligación de pago, conforme a la palabra dada, se dirigió respetuosamente al monarca y habló así:

- Meditad, ¡oh rey!, sobre la gran verdad que los brahmanes prudentes, tantas veces dicen y repiten: “Los hombres más inteligentes se obcecan a veces no sólo ante apariencias engañosas de los números, sino también con la falsa modestia de los ambiciosos. Infeliz aquel que toma sobre sus hombros el compromiso de una deuda cuya magnitud no puede valorar con la tabla de cálculo se su propia inteligencia. ¡Más inteligente es quien mucho alaba y poco promete!”
- “¡Menos aprendemos con la ciencia vana de los brahmanes que con la experiencia directa de la vida y de sus lecciones constantes, tanta veces desdeñadas! El hombre que más vive, más sujeto está las inquietudes morales, aunque no las quiera. Se encontrará ahora triste, luego alegre; hoy fervoroso, mañana tibio, ora activo, ora perezoso; la compostura alternará con la liviandad. Sólo el verdadero sabio instruido en las reglas espirituales se eleva por encima de esas vicisitudes y por encima de todas las alternativas”.

Estas inesperadas y tan sabias palabras penetraron profundamente en el espíritu del rey. Olvidando la montaña de trigo que sin querer había prometido al joven brahmán, le nombró primer visir.

Y Lahur Sessa, distrayendo al rey con ingeniosas partidas de ajedrez y orientándolo con sabios y prudentes consejos, prestó los más señalados beneficios al pueblo y al país, para mayor seguridad del trono y mayor gloria de su partida.

Fragmento de “El hombre que calculaba” de Malba Tahan

BAMBI

Cuento de Bambi
Los primeros rayos del sol se filtraron en la espesura, y el cuco despertó de su sueño. La naturaleza traía a los animalitos del bosque el regalo de un nuevo día.
Fue Jilguero quien antes alzó el vuelo, fiel a su costumbre; quería enterarse de las buenas noticias. En mitad de un claro divisó algo que le entusiasmó:
- ¡Eh, amigos! – gritó a sus congéneres-. ¡Ha nacido un nuevo príncipe del bosque!
Era verdad. Junto al regazo de mamá Cierva, se acurrucaba un tembloroso cervatillo.
Todos los habitantes del bosque acudieron a presenciar tan feliz suceso. Lucero, un conejo de mucho prestigio, preguntó a mamá Cierva:
- ¿Qué nombre vas a poner a tu hijito?
- Bambi – repuso ella -. Es corto y suena bien.
- ¡Oh, sí! ¡Bambi! – pronunció con gusto.
Cayó simpático el cervatillo a los allí congregados. Ya desde las primeras horas quiso ponerse en pie y vagar por su cuenta. Como es natural, sus patas aún no aguantaban, y se doblaban a cada momento.
- ¡Mirad, Bambi intenta levantarse! – exclamó eufórico Lucero
Cada nuevo traspiés o caída provocaba en él un nuevo impulso. Su voluntad se fortalecía hasta depararle finamente la victoria.
- ¡Se tiene en pie! ¡Lo ha conseguido!
Pronto, las cosas adquirieron importancia para Bambi, que miraba acá y allá ansiosamente. El revoloteo de algunos pájaros sobre su cabeza centró su interés.
- Son pájaros, Bambi – le enseñó Lucero.
- ¡Pa-rraco! Probó a decir el cervatillo.
- ¡Nooo! ¡Pá-ja-ros! – insistió el conejo.
- ¡Pá…jaros!
- ¡Eso es! – aplaudieron todos, muy satisfechos.
Bambi giró en redondo al sentir que algo se posaba en su colita. No lograba descubrir al visitante, por más vueltas que daba. Finalmente, con el rabillo del ojo, lo percibió.
- ¡Pájaro! – exclamó
- ¡No, Bambi, es una mariposa!
- ¡Mariposa! – repitió el cervatillo, al fijarse en el mar de colores que llenaba una porción del claro.
Lucero cogió una de ellas, se la mostró, y dijo:
- ¡Flor! ¡Aver, repite! ¡Flor!
En lugar de obedecer, Bambi desvió la mirada, y reparó en un zorrito negro que emergía de entre las flores.
- ¡Flor! – le saludó Bambi, alborozado.
- Te confundes, Bambi, yo no soy una flor. Pero llámame así, si quieres – concedió el zorrito.
- Flor – insistió el cervatillo.
- Muy bien, Flor – admitió su nuevo amigo.
Transcurrieron algunas semanas. Bambi crecía rápidamente, y no cesaba de corretear por el bosque, siempre en compañía de Flor, su madre, y otros amigos. A cada paso, descubría nuevas maravillas, y su gozo aumentaba. El sol, el aire, las nubes, las plantas, todo le admiraba e infundía curiosidad.
Un día, Bambi se contemplaba en las aguas de una charca, perplejo de ver su imagen en ellas. De repente, distinguió un rostro junto al suyo, casi igual de aspectos. Sobresalto, alzó la cabeza, y se encontró con otro cervatillo:
- ¡Hola, Bambi! – saludó la recién llegada -. Me llamo Falina. ¿Quieres jugar conmigo?
Era la primera vez que se topaba con una hembra de su propia especie. Desconcertado, repuso.
- Bueno, jugaremos si te empeñas…
Bambi se sentía muy a gusto junto a Falina, y la unió a su grupo de amigos inseparables.
Una mañana, al despertarse, Bambi observó algo insólito: el bosque se había vuelto blanco. Mientras daba unos cuantos pasos por la mullida alfombra que recubría la hierba, sintió mucho frío.
- ¿Qué es esto, mamá? – preguntó.
- Nieve, Bambi. Anuncia la llegada del invierno.
- ¿El invierno? – se extrañó el cervatillo.
- Sí, hijo, una estación del año que siempre nos trae problemas – explicó mamá Cierva, con gesto preocupado.
Pronto se acostumbró Bambi a trotar sobre la nieve. Patinar en el lago helado, con Lucero, era otra cosa.
- ¿Lo ves? ¡Sencillísimo! – se jactaba el conejo, haciendo alarde de sus habilidades.
- ¡No te hundes! – se admiró Bambi, todavía inmóvil en la orilla.
- ¡Claro que no! ¡Venga, decídete! ¡Toma impulso y déjate llevar! – le animó su amigo, pasando junto a él como un rayo.
Bambi adelantó torpemente una pata, luego otra, después una tercera y… ¡catacroc!
- ¡Ja, ja, ja! – Lucero rodaba por el hielo muerto de risa al ver el trompazo que se había dado el cervatillo.
Este, algo enfurruñado, lo intentó de nuevo, y, como siempre, su voluntad se impuso poco a poco. Días después, era un maestro del patinaje sobre hielo.
La presencia de cazadores en el bosque alarmó a mamá Cierva. Solía suceder todos los años por esa época, y bien sabía ella lo que tal cosa significaba.
- Bambi, hijo mío – dijo a su cervatillo-. Tenemos que ir a las tierras altas enseguida. Pase lo que pase, no te separes de mí, y corre sin detenerte.
- Pero ¿Qué ocurre, mamá?
- Los hombres están en el bosque, y debemos huir de ellos. Son muy peligrosos. ¡Vamos!
Emprendieron una veloz carrera sobre la nieve. De vez en cuando, mamá Cierva miraba hacia ambos lados, y olfateaba, advertida por su certero instinto. Bambi procuraba mantenerse junto a ella, algo perplejo ante una situación que no comprendía.
Al escuchar la brusca denotación, Bambi se detuvo en seo, y vio cómo su madre se tambaleaba, mientras regaba son su sangre la nieve inmaculada.
- ¡Corre, hijo mío sin parar! ¡Has de ponerte a salvo! ¡Corre, por lo que más quieras! – gritó mamá Cierva, con voz lastimera.
Bambi, muy asustado, reanudó la fuga hasta caer rendido sobre la nieve, y una terrible confusión llenaba su mente. Se adormeció poco a poco. De improviso, alguien le arrancó de su sopor:
- Despierta, Bambi.
Alzó la cabeza. El Gran Príncipe del bosque estaba junto a él, majestuoso como ningún otro ciervo.
- ¿Dónde está mamá? – preguntó, llorando.
- Los hombres se la han llevado. Desde ahora seré yo quien te proteja, no debes preocuparte.
Bambi, reanimado por la prestancia y amabilidad del Gran Príncipe, se puso en pie. Una etapa de su vida había terminado, y otra nueva empezaba.
Al llegar la primavera, Bambi lucía ya una hermosa cornamenta. Y, gracias a las enseñanzas del Gran Príncipe, podía bastarse a sí mismo.
Su reencuentro con Lucero, Flor y demás compañeros de juegos, le causó una gran alegría. ¡Estaban todos cambiados! Ellos también parecían admirados de su empaque.
- ¡Cielos, Bambi! ¡Cómo has crecido! – exclamó Lucero.
- ¡Si ya eres un ciervo de verdad! – le aduló Flor.
Volvieron los felices tiempos. El sol calentaba como antes, la hierba rezumaba frescura.
Por todas partes resonaban gorjeos y reclamos de animales en celo. Según la opinión de Búho, el sabio más respetado del bosque, todo el mundo se enamoraba y formaba una familia por aquellas fechas.
Primero fue el conejo, después el zorro, y, por último, Bambi.
Ocurrió una tarde muy serena. Bambi trotaba en solitario, algo distraído, cuando sintió una caricia en su hocico. Sorprendido volvió la cabeza, y vio una cierva hermosísima.
- ¿Qué tal, Bambi? ¿Ya no me reconoces?
- Pues, la verdad… - dudó Bambi.
- Soy Falina, tu amiga del pasado otoño.
- ¡Falina! ¡Vaya sorpresa! – reaccionó Bambi.
Trotaron por las profundidades del bosque un buen rato. Bambi no podía apartarse de su amiga. Estando junto a ella, se olvidaba hasta de comer y beber.
Penetraron ambos en un claro muy abierto. Casi en su extremo opuesto, aguardaba un ciervo de notable fortaleza y fiero aspecto. No le gustabas aquel idilio entre Bambi y Falina.
- ¿Con qué permiso invades mis dominios? – retó el otro ciervo a Bambi.
- ¿Tus dominios, dices? Esto es de todos – contestó Bambi, estirando el cuello.
- ¡Lo veremos! – amenazó su rival – Y otra cosa: Falina también me pertenece.
Al hacer ademán de llevársela, despertó las iras de Bambi, y la lucha fue inevitable.
Chocaron las astas con fuerza descomunal. Los combatientes derrochaban bravura, entre resoplidos. Bambi notó que sus energías se agotaban rápidamente. Desde luego, tenía menos edad que su adversario.
Empezó a ceder terreno. Falina, que asistía a la lucha con gesto espantado, deseaba fervientemente el triunfo de Bambi.
- ¿Qué, aún no te das por vencido? – resopló el ciervo más entero.
- ¡Es muy pronto para eso! – contestó Bambi.
Una fugaz mirada a Falina le dio nuevos arrestos, al comprobar por la extensión de sus ojos que ella la amaba. Con gran brusca sacudida, liberó sus astas de las de su rival, y atacó después su flanco descubierto.
El otro ciervo no pudo resistir se embestida, y rodó por el suelo bastante magullado. Bambi no se ensañó con él y permitió su huida. ¡Falina era suya!
La súbita estampida de animales sorprendió a Bambi en pleno descanso. El viento traía humo y cenizas y ello sólo significar una cosa: ¡fuego!
Desde lo alto de una roca, Bambi vio la magnitud del peligro. Un frente de llamas de varios kilómetros avanzaba rápidamente. Con gran resolución, empezó a batir el bosque para avisar a los despistados.
- ¡Todos al islote del río! ¡Fuego no podrá llegar hasta allí! – gritaba, una y otra vez.
El Gran Príncipe se unió a él en tan arriesgada labor, y pronto se las vieron ambos con las llamas y el humo.
- ¡Retirémonos hacia la cascada! – aconsejó el Gran Príncipe, al sentir chamuscadas sus astas por lenguas ardientes. Sin embargo, furiosas llamaradas los separaron cerca de la cascada.
Bambi corrió entre el fuego. Casi asfixiado, saltó a la corriente y dejó caer desde lo alto de la cascada. Poco después, las aguas lo depositaron en un remanso del islote.
Al recobrar el sentido, Bambi supo que nadie había muerto en el incendio, y se puso muy contento. Todavía se alegró más cuando el Gran Príncipe – único herido leve de la colina – dijo:
- La primavera dará otra vez al bosque su antiguo esplendor, y los hombres dejarán de molestarnos por mucho tiempo.
Tan bella estación trajo verdor y fragancia a la floresta. Dos cervatillos tuvieron Falina y Bambi, y Bami heredó los poderes del Gran Príncipe.

Autor: Felix Salten

HANSEL Y GRETEL

Cuento de Hansel y Gretel
Junto al lindero del bosque se alzaba la casa de un leñador, que vivía con sus hijos, Hansel y Gretel.
Corrían tiempos difíciles, y la familia apenas lograba salir adelante. Mientras el padre salía en busca de leña, los niños recolectaban fresas en el bosque.
Un día se alejaron tanto en pos de ese fruto, que, cuando quisieron darse cuenta, se habían extraviado. Hansel procuró tranquilizar a su hermanita.
- No pasa nada, Gretel. Si hemos perdido la senada podemos encontrarla.
- ¡Ojalá tengas razón! – contestó ella -. Sólo de pensar que se nos haga de noche aquí, me entran escalofríos.
- Confía en mi sentido de la orientación.
Sin embargo, por más vuelta que daban, no salían del atolladero. En el bosque las pistas se borran rápidamente y uno se desorienta con facilidad.
- ¡A cada paso nos adentramos más en el bosque, Hansel! – advirtió la niña, muy alarmada.
- Es verdad – dijo Hansel-. La cosa se complica.
- ¿Y qué podemos hacer?
- Seguir andando. Es lo único que se me ocurre.
Un grito lejano surgió de la espesura; parecía doloroso y, bajo su son, los troncos de los árboles adquirieron siniestros rasgos.
- ¿Has oído? – exclamó la niña, atemorizada.
- ¡Sigue, he oído!
- ¡Alguien está en peligro! – dijo Gretel, temblando.
- El grito venia de allí. ¡Sígueme! – ordenó Hansel, echando a correr.
Orientados por nuevos gritos, nuestros amigos llegaron a un gran claro del bosque y se pusieron a mirar en torno. Pronto descubrieron una figurilla a cuatro patas, que forcejeaba con algo.
Al acercarse un poco, vieron que se trataba de un enanito cuya larguísima barba blanca estaba aprisionada bajo un pedrusco. De nada servían sus tirone.
- ¡Ayudadme, os lo suplico! – gimió el pobrecillo.
- ¿Qué os ha pasado para terminar así? – le preguntó Hansel, mientras echaba mano al pedrusco, intentando moverlo.
- Estaba buscando setas cuando esta roca rodó hacia mí. Un poco mas y me aplasta.
- ¡Eh, princesa, arrima el hombro! – gritó Hansel.
- ¡Eso, eso, entre los dos podréis moverla! – afirmó el enanito.
- ¡Uf, qué lata! – se quejó ella, roja por el esfuerzo.
- ¡Ya parece que se levanta! – les animó el enanito.
El peñasco rodó por la suave pendiente del claro, y todos quedaron contentos, en especial el liberado.
- ¡Cuánto os los agradezco! ¡Si no llega a ser por vosotros! – dijo, un poquitín emocionado.
Siguieron charlando animadamente. De repente, los ojos del enanito se clavaron en la bruja del bosque, quien a gran velocidad, se acercaba por los aires montada en su escoba mágica. Era un vieja horriblemente fea, motivos tenía el hombrecillo para asustarse.
- ¡Huid, rápido! ¡Esa maldita bruja quiere atraparos! – gritó a los niños, señalaban con el dedo.
- ¿Quién…? ¿Dónde? – farfulló Hansel, completamente despistado…
- ¡Corred hacia la espesura y no hagáis preguntas! – insistió el enanito, ya muy nervioso.
Pero la bruja aterrizaba en ese momento junto a ellos, sonriendo malignamente, sin dar tiempo a que los niños reaccionaran. Lo primero que hizo fue ahuyentar al pobre enanito a escobazos. Luego, con fingida cortesía, se volvió hacia sus víctimas:
- ¡Hola, pequeños! ¿Qué hacéis en este apartado rincón del bosque?
- Pues… oímos gritos y vinimos a ver… - balbuceó Hansel, pálido como la cera.
- ¿Qué quiere de nosotros? – preguntó Gretel, incapaz de controlarse.
- Nada malo, hijita – aseguró la bruja, enseñando los dientes -. Me figuré que os gustaban los caramelos, el turrón, el mazapán, el chocolate…
- ¡Oh, claro que nos gustan, señora! – exclamó Hansel, poniendo los ojos en blanco.
- Entonces, permitidme que os lleve a mi casa. Allí podréis hartaros de golosinas.
- Es que vivimos muy lejos de aquí, y nuestro padre ya debe estarnos esperando – objetó Gretel, con más pena que otra cosa.
- ¡Si es cuestión de unos minutos! – apremió la bruja-. Mirad, en mi escoba podemos llegar a casa en un momento, os hartáis de golosinas, y yo misma os acompaño de regreso a vuestro hogar. ¿Vale?
Los niños, tentados por la oportunidad que se les ofrecía de comer dulces, aceptaron la invitación. Debido a su pobreza, jamás habían podido paladearlos. Ni por un instante recordaron la advertencia del enanito.
Antes de darse cuenta, surcaban los aires montados en la escoba, junto a la malvada bruja. Desde luego, era impresionante volar tan deprisa y ver el bosque allá abajo, chiquito como si fuera de juguete.
La escoba se puso suavemente frente a la casa de la bruja, y sus pasajeros saltaron a tierra. Hansel y Gretel, asombrados por lo que veían, dejaron de moverse, y únicamente miraban, miraban.
Ante ellos se alzaba una casa hecha exclusivamente de golosinas. Sus paredes eran bloques de turrón y mazapán; su tejado, una gran pieza de chocolate. En sus ventanas brillaban cristales de caramelo tranparente, y adornos de flan y helado. Por toda la fachada, abundaban muñecos de tarta y, entre la hierba del jardín, brotaban cestos y bastones de caramelo.
- ¡Fantástico! ¡Maravilloso! – gritaron los dos hermanos-. ¿Podemos comernos todo eso?
- ¡Adelante! ¡A ver lo que dan de sí vuestros estómagos! – les azuzó la vieja.
No necesitaron más los chiquillos para lanzarse al ataque. Durante un buen rato, comieron a dos carrillos, como desesperados. Mientras Hansel prefería la parte del tejado y de los muros, Gretel barría el jardín y las ventanas con tremendos lengüetazos.
A punto ya de reventar, decidieron volver a su hogar. La bruja, al principio, quiso retenerlos amablemente, pero viendo que no iba a conseguirlo, se destapó con el mayor descaro:
- ¡De aquí no os marcháis así como así! – gritó, cogiéndoles por el cogote -. ¡Je, je, je! ¡Incautos parvulillos! ¡Ya veréis lo que es bueno!
Hansel y Gretel fueron arrastrados al interior de la casa; la vieja tenía una fuerza descomunal.
- ¡Adentro! – resolpló la bruja, mientras empujaba a Hansel al fondo de una jaula de fuertes barrotes.
- Quiero alimentaros bien para poder comeros – confesó la bruja, echando el candado a la puerta.
- ¡Va a comernos! – exclamó Gretel, antes desaparecer bajo la losa que taponaba un oscuro sótano.
- ¡Aciertas, hijita! Con salsa y tomate estaréis de rechupete – dijo la arpía, antes de soltar una horripilante carcajada.
En contraste con su aspecto externo, la casa era lóbrega y sucia por dentro. Ello hacía que los temores de Hansel creciesen sin cesar.
- ¡Pobre Gretel! ¡Tiene que pasarlo muy mal ahí abajo! – se dijo, mirando con angustia la losa. Cerca de su jaula, y sentada en un tosco sillón de madera, dormía la bruja su siesta de costumbre.
De súbito, Hansel vio que giraba el picaporte de la puerta. Alguien quería entrar. La hoja se abrió con lentitud, y apareció el enanito que tan bien conocemos.
El intruso caminó de puntillas hacía donde estaba la bruja, no sin hacerle señas para que no hablase. Con todo sigilo, hurgó el enanito en un bolsillo de la vieja, hasta dar con la llave del candado que cerraba la jaula.
El clic del candado al abrirse hizo que la bruja despertara. Tan pronto reparó en el hombrecillo, salió tras él, gritando con furia inaudita:
- ¡Canalla, bribón! ¿Vienes a estropearme la fiesta? ¡Espera a que te coja!
De acuerdo con un plan minuciosamente trazado, el enanito corrió hacia un esbelto cisne que le aguardaba, montó en él, y emprendió raudo vuelo. La bruja hizo lo propio con su escoba, y, armada con un garrote, siguió de cerca a su enemigo: - ¡De nada te valdrán estas refinadas artimañas! – vociferaba -. ¡Pienso molerte las costillas!
Hansel, entretanto, quitó el candado, salió de su jaula, y corrió hacia la losa que impedía la entrada al sótano. Con gran ansiedad, forcejeó para levantarla.
- ¡Animo, Gretel, que voy a sacarte de ahí! – gritaba de vez en cuando.
Por fin y tras un agotador esfuerzo, dejó la abertura al descubierto. Gretel surgió de la oscuridad inmediatamente, y abrazó a su hermano.
- ¡Deprisa, Gretel! ¡Tenemos que alejarnos de aquí enseguida! – apuró él, tirando de su brazo. Instantes después, se había esfumado entre los árboles.
La bruja, por su parte, cortaba el aire con pos del enanito, segura de darle alcance pronto. Su furia, lejos de templarse, arreciaba en amenazas e insultos:
- ¡Me las pagarás todas juntas, bellaco!
Tal era su arrebato, que no advirtió la trampa dispuesta por el enanito. Dos colegas de éste, encaramados a sendos cisnes, salían a su encuentro provistos de arcos y flechas. Hostigada por los flechazos, la vieja brujuleaba de un lado para otro. Siempre que podía, soltaba garrotazos a voleo.
- ¡Miserables! ¡Os voy a romper el cráneo!
Los enanitos sorteaban fácilmente sus acometidas, y parecían divertirse con el juego. Bajo el cuarteto volador, Hansel y Gretel disfrutaban del espectáculo, escondidos entre unos arbustos.
Uno de los enanos, empuñando un afilado cuchillo, se acercó a la bruja por detrás y partió su escoba en dos. La malvada, privada ya de sus atributos mágicos, se precipitó al suelo.
Por un curioso azar, la bruja cayó en el interior de un árbol hueco, cerca de donde estaban los niños. Hansel cogió una cuerda, se lanzó con ella hacia la malvada, y la ató de tal manera que la vieja quedó aprisionada.
Los enanitos descendieron muy pronto y saludaron a los hermanos cordialmente.
- Tomad – dijo el enanito alargando a Hansel una bolsa repleta de oro y diamantes -. Esta fortuna os permitirá vivir dignamente sin necesidad de buscar fresas por el bosque.
Y los hermanos se fueron felices hacia su casa.
Autor: Hermanos Grimm.

ROBIN HOOD

ROBIN HOOD
La mañana era deliciosa. Dos amigos gozaban de ella paseando por el camino real que atraviesa el bosque de Sherwood. Sus nombres, Robin Hood y Pequeño Juan, despertaban las iras del tirano que gobernaba el país con sólo ser pronunciado delante de él.
En efecto, ambos paseantes tenían su cabeza puesta a precio por el príncipe Juan, que así se llamaba el déspota, a causa de una vieja historia.
Todo empezó con la partida del rey Ricardo, querido y respetado por sus súbditos, a las Cruzadas de Oriente. Su hermano, el príncipe Juan, aprovechó su ausencia para usurpar el trono y establecer una cruel tiranía en el reino.
Contra él se alzaron Robin Hood, Pequeño Juan y otro valientes. Tenían unas pocas armas y la firme decisión de acabar con su poder para siempre.
- Este es un buen sitio – dijo Robin deteniéndose en una revuelta del camino. Planeaba un asalto a la comitiva del príncipe, que pasaría por allí.
- ¿Y qué haremos para quitarle el dinero? – preguntó Pequeño Juan. Aludía a las exorbitantes sumas por el déspota a los aldeanos de Nottingham en concepto de impuestos.
- No te preocupes, algo se nos ocurrirá.
Y llegó el cortejo. El príncipe se aproximó entre redobles de tambor; los dos amigos, disfrazados de gitanas, aguardaban a la vera del camino.
- ¿Conocéis vuestro provenir, oh príncipe? – gritó Robin en el instante oportuno.
- ¡Nosotras lo leemos claramente en las líneas de la mano! – rubricó Pequeño Juan.
- ¡Alto! – ordenó el tirano a sus lacayos, repentinamente interesado.
Robin se introdujo en su litera y le distrajo con artificios mientras se apoderaba de cuantos objetos de valor había allí. Pequeño Juan practicaba un orificio en el arcón que contenía las recaudaciones, y se hacía con el tesoro sin que sus guardianes se diesen cuenta.
Con un agudo silbido, Robin dio a su compadre la orden de retirada, y los dos se esfumaron entre el follaje del bosque. Cuando el príncipe y sus servidores quisieron reaccionar, ya era demasiado tarde. El dinero volvió a los bolsillos de sus dueños. Fray Tuck, unos de los rebeldes, servía de enlace entre Robin y los aldeanos; estaba muy al tanto de lo que sucedía en la Corte.
- Ya falta poco para el concurso de tiro, Robin.
- Lo sé, Fray Tuck, y pienso asistir.
- ¿Sabes también que Marian entregará el premio al vencedor? – dijo el clérigo, con gesto travieso.
- ¿Marian? ¡Oh! – El asombro de Robin no tuvo límites. ¡Qué gran ocasión para ver a su enamorada! ¡Hacía tanto tiempo desde la última vez!
Aun a sabiendas de que el príncipe Juan le preparaba una celada, Robin entró en el castillo de Nottingham – lugar del concurso y residencia del tirano – disfrazado de paje. Dos cosas se proponía: ganar en noble lid y liberar a su amada
Un misterioso duque fue presentado al príncipe Juan. Decía venir de un lejano contado, y obtuvo un asiento en la tribuna principal, justo a su lado. Mal podía suponer el traidor que estaba invitando a Pequeño Juan. Marian, hermosa y triste, ocupaba el asiento a la derecha de su opresor.
El concurso se desarrolló con normalidad, y pronto quedaron en liza los mejores arqueros. La pericia de Robin y del sheriff de Nottingham, recaudador de impuesto del italiano, prevalecía.
El sheriff colocó su última flecha en el centro de la diana. Tal lanzamiento parecía insuperable. Robin, sin embargo, los desbarató, desplazando la flecha del rival con la suya, en un alarde de precisión que entusiasmó a los espectadores. Era el vencedor.
Pero el príncipe Juan había reconocido la maestría de Robin, y no se dejaba engañar por su falso atuendo. En el momento del espaldarazo ritual al triunfador, rasgó con su espalda el disfraz del proscrito.
- ¡Detened al impostor! – rugió el príncipe. Sus soldados cumplieron la orden al instante.
- ¡Yo te condeno a muerte! ¡Ejecutad aquí mismo la sentencia!
Un poderoso brazo se enroscó en la garganta del príncipe; el filo de un puñal enfriaba su mejilla.
- ¡Manda que suelten a Robin, o morirás antes que él! – le conminó Pequeño Juan.
- ¡Soltadle! – gimió el tirano.
Apenas se vio libre, Robin corrió hacia Marian, tomó una de sus manos, y gritó a Pequeño Juan:
- ¡Vamos de aquí enseguida!
Se organizó un tumulto considerable. Parte del pueblo que asistía al acto a los soldados del príncipe, mientras nuestros héroes corrían hacia una puerta secundaria del castillo.
- ¡Que no escape ninguno con vida! – gritaba el príncipe, fuera de sí.
Al ver cerrada la puerta, los fugitivos treparon a las murallas, abatieron a unos cuantos soldados que les cerraban el paso, tendieron una cuerda hacia el exterior, y se deslizaron por ella ágilmente.
El príncipe Juan, enfurecido por la rebelión, juró vengarse de todo el pueblo.
- ¡Doblaré, triplicaré los impuestos a esos miserables! Pero ¡ay del que no pueda pagar! ¡Acabará podrido en las mazmorras de este castillo!
El herrero Tristán era una de las muchas víctimas del usurpador. Viejo y con una pierna rota, no tenía dinero para comer, pues todo se le ha en impuestos. Fray Tuck le llevaba alimentos cuando podía, y se esforzaba en consolarle.
- Pronto cambiarán las cosas en este país, amigo mío – afirmaba.
- ¡Dios lo oiga, Fray Tuck, porque mis pobres huesos ya no resisten! – solía responderle Tristán.
En una sus visitas a la herrería, Fray Tuck encontró allí al Sheriff de Nottingham, que, como de costumbre, se proponía esquilmar a Tristán. Tal fue su irritación, que la emprendió a palos con el infame:
- ¡Encaja esto, y esto! ¡Así aprenderás a respetar el dinero ajeno! – le decía, entretanto.
El sheriff, todo molido, llamó a sus soldados, y tanto Fray Tuck como Tristán fueron apresados.
- ¡Sois reo de alta traición! – gritó sheriff al clérigo -. ¡Conducidles a las mazmorras! – ordenó seguidamente a sus hombres.
Media cuidad de Nottingham estaba ya entre rejas por negarse a pagar los nuevos impuestos. El sheriff acudió a la celda de Fray Tuck.
- Mañana tendrás una cita con el verdugo. ¿Estáis preparado para rendir cuentas al Altísimo?
- Espero que sí – murmuró débilmente el prisionero.
- ¡Ja, ja, ja! Os veo ahora menos arrogante – se burló el sheriff, antes de retirarse.
Esa misma noche, dos sombras furtivas se deslizaron por las almenas del castillo. Eran Robin y Pequeño Juan, que se proponían liberar a Fray Tuck y demás prisioneros de las garras del tirano.
- Quieren ejecutar a Fray Tuck para atraer a Robin – dijo uno de los prisioneros que atendían a Tristán.
- Si apresan a Robin, no tendremos ya esperanzas – conjeturó otros de los allí presentes.
Robin y Pequeño Juan cruzaron el patio del castillo con el mayor sigilo, penetraron en un pasadizo, y pronto se hallaron a la vista de los calabozos, cuyo acceso estaba custodiado por dos guardianes.
- ¿Cuál es tu preferido? – susurró Robin.
- El de la izquierda; parece más fuerte – repuso Pequeño Juan, con voz casi inaudible.
Para ellos, fue sencillo inmovilizar a esos esbirros. Hubo que amordazarles bien; después, se toparon con el sheriff de Nottingham, que dormía junto a la entrada principal de las mazmorras.
- El debe tener las llaves – murmuró Robin.
Así era, en efecto. Hábilmente, se hizo con ellas, abrió la puerta, y dijo a su compañero:
- Toma, entra en las celdas y libera a todos los prisioneros. Procura que no hagan ruido. Yo, entretanto, haré una visita al príncipe Juan.
En poco tiempo, cientos de cautivos abandonaron los calabozos y siguieron a Pequeño Juan.
Robin, por su parte, trepó hasta la ventana del aposento del príncipe y pasó al interior. El tirano dormía en su lecho, rodeado de bolsas de oro.
Robin ató una cuerda al extremo de una flecha, disparó hacia una ventana de la prisión, y estableció un puente con Pequeño Juan.
A través de la cuerda se fueron deslizando cuantas bolsas de oro encontró Robin en la estancia; pero una de las últimas bolsas se rompió con estrépito.
El príncipe despertó sobresaltado, y dio la voz de alarma. Al momento, el sheriff y la guarnición entraron en acción. Robin atrajo sobre sí la atención, para dar tiempo a que los prisioneros escapasen.
Pequeño Juan y Fray Tuck supieron conducir a los suyos más allá de los muros del castillo, mientras Robin luchaba tenazmente contra sus enemigos.
Cercado en lo alto de una torre, Robin vendía caro su pellejo. Las flechas silbaban en torno a él cuando las espadas adversarias no buscaban su cuerpo.
También las llamas – provocadas por el sheriff acosaban a Robin, se asomó al borde de la muralla, y comprendió que sólo tenía una posible escapatoria: saltar al foso. Eso hizo, pese a la enorme altura, y salió con mucha suerte del trance.
Día después, el rey Ricardo regresó de las Cruzadas sin previo aviso, venció a las huestes del usurpador, y devolvió la libertad a sus desgraciados súbditos.
Mal lo pasó desde entonces el príncipe Juan, encerrado a perpetuidad en una de las mazmorras.
El monarca, enterado de las hazaña de Robin Hood, quiso apadrinar su boda con Marian, y la ceremonia se celebró en medio del júbilo popular; grandes eran las perspectivas de paz y prosperidad en el reino.
Autor: Graham Phillips

LOS TRES CHANCHITOS

El Cuento de Tres Cerditos
Casi todo el mundo tenía hogar propio en aquella región, y el cerdito Flautista no quiso menos, de modo que empezó a construir una casa.
Como era un solemne holgazán, apenas se esforzó. Clavó cuatro estacas en el suelo, alzó sobre ellas un armazón de insignificantes ramitas, y dijo:
- Ahora lo recubro todo con paja, y me quedará una casita preciosa.
Eso hizo, sin ocurrírsele que un simple ventarrón podía llevarse en tinglado por los aires. Deseaba terminar cuanto antes para poder seguir tocando la flauta, que era lo que verdaderamente le gustaba.
Así que cogió la flauta y se alejó vereda adelante, en busca de su hermano, el Cerdito Violinista.
Flautista llegó a la propiedad de su hermano, que también estaba construyendo un hogar. Bueno, lo de hogar es mucho decir; habría que emplear igualmente la palabra “chapuza” para nombrar aquel amasijo de palotes entrelazados de cualquier manera. Su apariencia era algo más fuerte que la del caso anterior, pero, de todas formas, poco se llevaban.
- ¿Te falta mucho?
- Ya acabo. Es una lata, chico, dedicar dos horas a un trabajo como éste – Opinó el Violinista.
- Piensa que, a cambio del esfuerzo, vas a tener un hogar para toda la vida – le consoló Flautista.
- ¡Toma, por eso me he metido en el follón! ¡Sí no, a buenas horas!
- Bien mirado, te estás pasando – dijo Flautista, al observar el quehacer de su hermano -. Poner esos palitroques ahí es un derroche de energía. Con unas ramitas forradas de paja tendrías de sobra.
- ¿Así has hecho tu casa? – se extrañó Violinista.
- ¡Naturalmente! Me horroriza exagerar.
Violinista no quedó muy conforme con los consejos de su hermano, pero sí con su obra. Tampoco a él se le ocurrió pensar que los cambios de tiempo exigían edificaciones robustas, hechas con esmero.
- ¡Listo! – anuncio Violinista momentos después.
- Pues vamos a ver la casa que se está haciendo Práctico – Sugirió Flautista, refiriéndose a un tercer hermano de ambos.
- ¡Uh!, ése, con lo maniático que es para los detalles, aún estará empezando – se alarmó Violinista, mientras echaba mano de su instrumento predilecto.
Los dos Cerditos se pusieron en marcha, tocando a dúo baladas muy motivadoras. Lo suyo era la música.
Flautista y Violinista no paraban de reír, aunque el ceño fruncido de Práctico desaconsejase las bromas. Encontraba graciosísimo que su hermano emplease ladrillos y cemento en la construcción de su hogar:
- ¡Ja, ja, ja! ¡Esto es el colmo! – exclamó el Flautista.
- ¿Para qué quieres semejante mamotreto de casa?
- ¿Es que piensas resguardarte de un elefante? ¡Ja, ja, ja! – parloteaba Violinista, muy divertido
- No lo veo nada de gracia – contestó Práctico, algo irritado-. Estoy haciendo una casa como es debido.
- ¡Pero si no hace falta tanto rollo, hermanito!- aseguró Flautista.
- Me gustaría ver las casa que os habéis hecho vosotros – dijo Práctico, con el natural recelo.
- Pues son cómodas y fresquistas.
- ¡Ya, ya! Esperad a que el Lobo Feroz quiera ajustaros las cuentas – dudó Práctico.
- Ese tipejo no nos da miedo, hermanito – se jactó Violinista.
- Bueno, si habéis vino para burlaros de mí, ya os estáis largando; aun tengo tarea por delante – rezongó Práctico.
- ¡Está bien, ya nos vamos!
- ¡Hasta luego, hermanito! – se despidió Violinista.

De regreso a sus hogares, los dos Cerditos entonaron a voces una canción que decía:
“Tanto Lobo Feroz, que si come, que si asusta… En el fondo, es un guasón. ¡Tra-la-ra-la-rá…!”
El lobo debió escuchar el reclamo, porque les salió al encuentro a mitad de camino.
- ¡Dichosos los ojos, amigos míos! – les saludó, relamiéndose.
- ¡Oooh, el Lobo Feroz! – gritaron los Cerditos.
- ¿Tanto miedo os doy? – ironizó el lobo-. ¡Al oíros cantar, creí que me tomabais por un corderito!
- ¡Huyamos! – ordenó Flautista a su hermano.
- ¡Eh, esperad! ¡Tenéis que explicarme la letra de esa canción! – exclamó el lobo mientras corría.
Ambos Cerditos corrían desolados hacia sus respectivos hogares, perseguidos muy de cerca que el lobo. Flautista fue el primero en llegar a casa. Tan pronto se vio dentro, cerró de un portazo.
- ¡Abre la puerta! – gritó el lobo.
- ¡Márchate! ¡No quiero nada de ti!
- ¿Quieres que tire la casa abajo? – amenazó el lobo, impaciente.
- ¡No podrás! ¡Es demasiado fuerte! – le desafió Flautista.
- ¡Bah, de un soplido la pongo a volar! – se jactó el lobo.
- ¡Ya será menos!
El lobo llenó de aire sus pulmones y sopló con todas sus fuerzas. La “casita” de Flautista se derrumbó como un castillo de naipes.
El propio Flautista se elevó del suelo unos metros, para aterrizar la cabeza algo más allá de las ruinas. Espabilado por el pánico, se incorporó y echó a correr sin dar tiempo a que el lobo le atrapase.
- ¡Ven aquí! Rugía su perseguidor.
Muy poco después, Flautista estaba ante la covacha de Violinista.
- ¡Ábreme, que el Lobo quiere merme!
La puerta se entornó lo suficiente para que él entrase, y volvió a cerrarse de inmediato.
Pasó el tiempo. Al fin, alguien provisto de una cesta y cubierto por una piel de cordero, se aproximó a la casa y llamó con los nudillos repetidas veces.
- ¿Quién es? – preguntó Violinista, sin asomarse.
- ¡Un pobre corderillo abandonado que necesita vuestra ayuda! – maulló el lobo, en falsete.
Los dos Cerditos observaron atentamente al visitante y descubrieron, con horror, la cola y el puntiagudo hocico del lobo, a uno y otro extremo del disfraz.
- ¿Es que nos crees idiotas? ¡Media vuelta, y a tu madriguera, bribón! – le conminó Violinista, irritado.
- ¡Abrid, o armo un gran estropicio! – amenazó el lobo, ya sin careta.
- ¡Tus bravatas son inútiles, lobito! ¡Esta casa no la puedes tirar de un suplido! – le reto Violinista.
- ¡Un momento, que vamos a comprobarlo!
El soplido del lobo fue esta vez más fuerte que el anterior, y produjo idéntico efecto. Con gran estrépido, la casa se vino abajo.
Flautista y Violinista corrieron hacia la casa de su otro hermano como alma que lleva el diablo. Sabían que, de lograr alcanzarla, sus apuros habrían terminado.
- ¡Corred, que no tenéis escapatoria! ¡Ay cuando os ponga las garras encima! – bramó el lobo.
- ¡Socorro, hermanito, auxilio! – gritó Flautista.
- ¡Que nos alcanza! – jadeó Violinista.
Moviendo la cabeza con gesto penado, Práctico se dispuso a abrirles. Ya se esperaba esto.
- ¡Adentro los dos! – exclamó cuando llegaron.
- ¡Uf qué desastre! ¡Tirará esta casa también! – se lamentó Flautista, dejándose caer en un sillón.
- No temáis. La he construido a conciencia, y resistirá – les tranquilizó Práctico.
- ¡Ojalá tengas razón! – se animó Flautista.
- Supongo que habéis aprendido la lección, ¿no? Las cosas. O se hacen bien, o no se hacen – les respondió Práctico, con el ceño fruncido.
- Te prometemos, hermanito, que de ahora en adelante actuaremos de otra forma – dijo Violinista, arrepentido.
- ¡Abrid la puerta ahora mismo! – rugió el lobo allá fuera, trastornado por la rabia.
- ¡Aquí no puedes entrar! ¡Es mucha casa para ti! – quiso persuadirle Práctico.
- ¡Otra más fuerte he pulverizado!
- ¡Que se vea! ¡Que se vea! – corearon los tres.
Como es lógico, la casa resistió impertérrita los frenéticos soplidos del lobo.
- ¿Qué pasa lobito? ¿Ya no te queda aliento? – se burló Práctico.
Tumbado frente a la casa, pensó la manera de entrar en ella. De pronto, se fijó en la airosa chimenea que humeaba en lo alto del tejado.
- “¡Ya lo tengo! – exclamó para sí -. Subo al tejado, me cuelo por la chimenea abajo, y les pillo desprevenidos. Con dos vueltas de llave en cerradura, no podrán escapar. ¡Qué gran comilona me espera!”
Encaramándose a un árbol próximo a la casa, el lobo alcanzó el remate de la chimenea, y comprobó que ésta era lo bastante ancha como para deslizarse por ella.
Al no dar el lobo nuevas señales de vida, Práctico entró en sospechas. Fijó su mirada en el lugar de la chimenea, y cayó hollín desde arriba.
- Me parece que tenemos visita – dijo a sus hermanos, señalando la chimenea.
- ¿Por ahí quiere meterse? – preguntó Violinista, maravillado.
- No es tan mala entrada – comentó Práctico mientras destapaba el gigantesco caldero situado en la lumbre. Lo utilizaba para hacer sopa, y el agua hervía en su interior.
- ¡Ya lo creo que no! ¡Más aún, es magnífica! – aprobó Flautista.
De improviso, el Lobo Feroz aterrizó… ¡justo sobre el agua hirviendo!
- ¡Uaaah…! – aulló el invasor, antes de salir disparado por donde había venido, sin más propulsión que una terrible quemadura.
- Va a salir escaldado – bromeó Flautista.
En medio de un estruendo de tejas rotas y alaridos salvajes, el lobo resbaló por el tejado de la casa, cayó al suelo, y salió de estampida.
Y nunca más molestó a los tres Cerditos.
 

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