EL ORGANISTA Y SU AYUDANTE

El músico dio su primer recital, y el entusiasmo de los asistentes fue bien notado por sus fervorosos aplausos. Al concluir de saludar, el músico sintió que le tiraban de su levita, y era el muchacho de los fuelles quien, con una ancha sonrisa, le dijo:
- ¡Qué bien lo hicimos! ¿Eh?
- ¿Qué estás diciendo? ¿Qué has hecho tú, desgraciado? ¡Este triunfo es mío!
¡Sólo mío! ¡Soy el mejor organista! ¿Tú qué eres? -le contestó el organista con burla.
- ¡Ah, perdón! Yo creía... - contestó el muchacho desmayadamente.
Al día siguiente llegó el segundo recital. El organista había guardado su mejor pieza para la despedida. Era una partitura queriendo expresar qué es una tempestad, y esto era, precisamente, su nombre.
Pero los fuelles fallaban lastimosamente.
El músico, enfadado, espantado, ladeó la cabeza y dijo al muchacho:
- ¡Por favor... sopla fuerte, chico!
- Bueno, soplaré más fuerte... Pero el concierto lo hacemos entre los dos, ¿sí o no?
- ¡Sí, claro que sí! ¡Sopla, sopla..., o estoy..., estamos... perdidos!
El recital fue un éxito inconmensurable y el organista acabó por abrazar a su ayudante a la vista de todos.
El egoísmo y la vanidad muchas veces nos envuelven tanto, que no reconocemos los méritos de nuestros colaboradores. Nos cuesta mucho compartir el éxito; en cambio, no dudamos en culpar a nuestros colaboradores por las fallas o errores que también deben compartirse.
Reconozcamos el trabajo en grupo donde todos son importantes, donde nadie se sienta muy suficiente, ni demasiado pequeño para hacerlo. Sobre todo, nadie debe ser despreciado como sin valor.
Anónimo
0 comentarios:
Publicar un comentario en la entrada