Esta es una historia conmovedora, que se presenta en nuestro mundo... espero que les agrade

Ni Celestino ni doña Gaudencia se habían dado el trabajo – pensando probablemente que sería inútil – de llevarlo donde don Asenio, que además de fabricar ladrillos, enseñaba portugués, latines y algo de religión. Y el hecho es que un día llegó el correo y clavó en las tablas de la plaza matriz un edicto que no se molestó en leer en voz alta alegando que tenía que clavarlo en otras diez localidades antes de ponerse el sol. Los vecinos trataban de descifrar los jeroglíficos cuando, desde el sueldo, oyeron la vocecilla del León: “Dice que hay peligro de epidemia para los animales, que hay que desinfectar los establos con creso, quemar las basuras y hervir el agua y la leche antes de tomarlas”. Don Asenio confirmó lo que decían. Acosado por los vecinos para que contara quién le había enseñado a leer, el León dio una explicación que muchos encontraron sospechosa: que había aprendido viendo a los que sabían, como don Asenio, el capataz Felisbelo, el curandero don Abelardo o el hojalatero Zósimo. Ninguno de ellos le había dado lecciones, pero los cuatro recordaron haber visto asomar muchas veces la gran cabeza hirsuta y los ojos inquisitivos del León junto al taburete donde leían o escribían las cartas que les dictaba un vecino. El hecho es que el León había aprendido y que desde esa época se le vio leyendo y releyendo, a todas horas, encogido a la sombra de los árboles de jazmín caiano de Natuba, los periódicos, devocionarios, misales, edictos y todo lo impreso a que podía echar mano. Se convirtió en la persona que, con una pluma de ave tajada por él mismo una tintura de cochinilla y vegetales, redactaba, en letras grandes y armoniosas, las felicitaciones de cumpleaños, anuncios de decesos, bodas, nacimientos, enfermedades o simples chismes que los vecinos de Natuba comunicaban a los de otros pueblos y que una vez por semana venían a llevarse el jinete del correo. El León les leía también a los lugareños las cartas que les mandaban.
Hacía de escriba y de lector de los demás por entretenimiento, sin cobrarles un céntimo, pero a veces recibía regalos por eso servicios.
No se llamaba León sino Felicio, pero el sobrenombre, como ocurría a menudo en el región, una vez que prendió desplazó al nombre. Le pusieron León tal vez por burla, seguramente por la inmensa cabeza que, más tarde, como para dar razón a los bromistas, se cubriría en efecto de unas tupidas crenchas que le tapaban las orejas y zangoloteaban con sus movimientos. O, tal vez, por su manera de andar, animal sin duda alguna, apoyándose a la vez en los pies y en las manos (que protegía con unas suelas de cuero como pezuñas o cascos) aunque su figura, al andar, con sus piernas cortitas y sus brazos largos que se posaban en tierra de manera intermitente, era más la de un simio que la de un predador.
Pese a que les redactaba la correspondencia, los vecinos no acabaron nunca de aceptar al León. Si sus propios padres podían apenas disimular la vergüenza que les daba ser sus progenitores y trataron una vez de regalarlo ¿Cómo hubieran podido las mujeres y los hombres de Natuba considerar de la misma especie que ellos a esa hechura? La docente de hermanos y hermanas Pardinas lo evitaban y era sabido que no comía con ellos sino en un cajoncito aparte. Así, no conoció el amor paternal, ni el fraterno (aunque, al parecer, adivinó algo del otro amor) ni la amistad, pues los chicos de su edad le tuvieron al principio miedo y, luego, repugnancia. Lo acribillaban a pedradas, escupitajos e insultos si se atrevía a acercarse a verlos a jugar. Él, por lo demás, rara vez los intentaba. Desde muy pequeños, su intuición o su inteligencia sin fallas le enseñaron que, para él los demás siempre serían seres reticentes o desagradados, y a menudos verdugos, de modo que debía mantenerse alejado de todos. Así lo hizo, por lo menos hasta el episodio de la acequia, y la gente lo vio siempre a prudente distancia, aun en las ferias y mercados.
Mario Vargas Llosa,
La guerra del fin del mundo.
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